A menudo, las personas se preguntan: ¿Qué es lo más importante para nosotros? ¿Qué es aquello que tememos tanto perder que incluso nos quita el sueño, el apetito y, a veces, el deseo de seguir adelante? ¿Qué puede ser tan crucial para llegar a ese extremo? Para algunos, es el dinero y la riqueza; para otros, el reconocimiento y la fama. Algunos incluso apuestan por una propiedad o un objeto de valor. Luego están los otros, aquellos para quienes lo más preciado es el amor, la amistad, el hogar y la familia. Son los pilares por los que luchan y por los que sienten que darían sus vidas.
A veces los envidio, porque ellos tienen algo por lo que luchar, algo que perder. Tienen claro lo que están defendiendo día a día. Pero cuando me preguntan a mí qué es aquello que temo tanto perder, no tardo en responder, porque sé mi respuesta: nada.
Al principio, creí que tenía miedo de perderme a mí misma, pero ¿se puede perder algo que ya está perdido? No tengo dinero ni riquezas, tampoco fama y mucho menos reconocimiento. Mi único objeto de valor es un par de auriculares inalámbricos que encontré en un basurero y restauré, pero sin duda no daría mi vida por ellos. ¿Amigos? Tuve una, hace mucho tiempo, pero se fue como todos. ¿Amor? Es un vago sentimiento del que he oído hablar, pero nunca he experimentado. ¿Hogar? No tengo uno de esos, y donde vivo no lo siento como tal. Familia, algo por lo que estoy segura que habría luchado, de haber tenido una.
Como huérfana, viviendo en un orfanato junto a otros niños en las mismas condiciones, era difícil verlos como familia, ya que todos los días alguno se iba con una familia que lo adoptaba. Al principio, cuando tuve uso de razón, traté de ver a los demás niños como hermanos, pero con los años la triste realidad me alcanzó: todos se iban tarde o temprano; todos menos yo.
Llegué al orfanato con solo horas de nacida. Jamás supieron quiénes eran mis padres ni de dónde venía. Al poco tiempo, las hermanas del orfanato me consiguieron una familia adoptiva; los Bellatrix, quienes incluso me dieron su apellido. Gracias a ellos, hoy no solo tengo un nombre, sino también un apellido. Pero eso solo duró un par de años, y luego tuve que regresar al orfanato. Sufrimos un accidente de tránsito y mis padres adoptivos fallecieron en el acto, pero nadie supo explicar cómo logré sobrevivir. Un tiempo después, otra familia me adoptó, pero tampoco duramos mucho. Otra desgracia hizo que regresara de nuevo al mismo lugar, y al tercer intento, teniendo como resultado el mismo fin; la voz se corrió: la niña maldita, me decían. Nadie quiso adoptarme después.
Han pasado 17 años desde mi nacimiento, pero no le veo la gracia. No encuentro sentido a mi vida; no tengo nada ni nadie por lo que luchar. Eso pensaba, hasta que lo conocí a él.
Henry Maxon y su familia cambiaron mi realidad y mi forma de ver el mundo. Ellos lograron que tuviera un propósito, algo, alguien por quien darlo todo. Ahora, en este momento, lo puedo ver con claridad: esto es lo correcto. No soy yo quien merece esta segunda oportunidad; si hay alguien que deba aprovechar esta segunda oportunidad de vivir… Si debo elegir, si estoy obligada a escoger entre protegerlo o protegerme, entonces escojo proteger a Henry.
Mientras caigo, cierro los ojos y sonrío mientras la brisa del viento acaricia mi rostro y envuelve mi cuerpo, acunándolo como si quisiera elevarlo. Por mi mente pasan los recuerdos de los últimos meses, semanas, días, horas y minutos, y una vez más sé que esto es lo correcto.
A lo largo de mi vida, la desgracia siempre me ha perseguido, siendo mi fiel compañera y evitando que encuentre la felicidad. No quiero arrastrar a los Maxon conmigo.
—Henry, perdóname —susurro antes de que mi cuerpo impacte bruscamente en el agua.
No me esfuerzo en tomar aire, no pataleo ni lucho. Solo me dejo llevar por la marea, y la gravedad hace su trabajo, llevándome cada vez más lejos de la superficie. Sé que ahora ellos estarán a salvo.
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Editado: 25.11.2024