—Creo que voy a morir—murmuré con dificultad mientras apoyaba mis manos por mis muslos.
Tenía la respiración agitada y sentí que los pulmones me ardían por haber corrido tanto.
—Solo es una vuelta más—me alentó el profesor de educación física que estaba a mi lado. Me observaba con tranquilidad porque ya sabía que nunca había sido buena para la actividad física y que correr por toda la cancha era un suplicio para mí—. Puedes retirarte de la clase si quieres, pero perderás puntos.
Levanté la vista para observarlo y las gotas de sudor se deslizaron sobre mi frente, mis mejillas, por todas partes.
—Prefiero perder puntos que perder la vida—aseguré.
El profesor negó con la cabeza y me dijo que fuera a sentarme. El profesor siempre me había dicho que algún día me lamentaría por no haber puesto más empeño en sus clases, que en algún momento de mi existencia necesitaría tener buen estado físico. Al final terminábamos en una discusión por aquello, o sea, yo siempre aseguraba que nunca necesitaría todo aquello que él daba en sus clases. Tal vez si nos guiáramos de la parte física podría decir que sería para tener buen cuerpo, pero yo estaba demasiado contenta con el que ya tenía. Y fuera de eso, pues no lo sabía. No me imaginaba haciendo algo que tenga que ver con correr, hacer mucho esfuerzo o cosas así. Mi meta era ingresar a la universidad para seguir alguna carrera que, de ser posible, me mantenga sentada en una oficina todo el tiempo necesario.
Cuando me senté en la banca observé a mis compañeros quienes gozosamente trotaban alrededor de la cancha. Bueno, todos excepto Samuel, que a la hora de hacer ejercicios era igual a mí, solo que en comparación él si le ponía más empeño, aunque le costaba bastante. No era un chico obeso ni nada por el estilo. De hecho tenia buena complexión física y a simple vista se veía atlético. Pero absolutamente nada que ver. Su vida se basaba prácticamente en los videos juegos, en las computadoras y en todo lo que tuviera que ver con tecnología. Lo único que ejercitaba eran sus dedos al jugar, investigar, o en todo caso, hackear.
Si, ese era uno de sus mayores hobbies.
Mi vista recayó en Made quien me saludó a lo lejos con mucha energía. Ella si era atlética, amaba todo lo que tuviera que ver con actividad física y los deportes.
Cuando terminó la clase de educación física todos nos cambiamos rápido y antes de que marcaran las 3 de la tarde ya estábamos saliendo del instituto. Me despedí de Made y Sam y me dirigí a casa.
Al llegar noté que el auto negro que había visto en la mañana seguía estacionado en frente. Sentí un extraño temor pero de todos modos me quedé de pie en el porche, observando en dirección a camioneta. Intenté agudizar mi vista para distinguir quien se encontraba dentro pero me fue imposible, absolutamente todos los vidrios estaban polarizados. Por una extraña razón sentí la necesidad de acercarme a la camioneta y antes de que pueda siquiera pensar mejor en esa opción, ya me encontraba avanzando hacia adelante.
Caminé embelesada, me faltaba menos de un metro para llegar al auto.
Pero a mi espalda escuché el sonido de la puerta abrirse. Giré rápidamente y encontré a mi mamá parada en el umbral, mirándome.
Frunció el ceño al verme cerca del auto e hizo un gesto con la cabeza para que entrara a casa. Observé por última vez al auto y luego regresé. No sabía quién estaba allí dentro, pero quien estuviera seguro me habría mirado extraño al ver cómo me acercaba.
Era una acosadora de autos.
Cuando ingresé a la sala escuché la puerta cerrarse detrás de mí y a mi madre quejándose.
—¿Por qué estabas cerca de ese auto? ¡Pudieron haberte secuestrado!
—Mamá—pronuncié con incredulidad—, si alguien quisiera secuestrarme lo haría desde una camioneta en movimiento.
—No importa—refutó acercándose a la ventana. Apartó un poco la cortina y observó—. Ese auto lleva estacionado ahí desde la mañana, ya es preocupante.
—Tal vez solo es alguien que haya venido a visitar a alguno de nuestros vecinos y estacionó el auto ahí—me encogí de hombros—. No seas paranoica, mamá.
Ella se quedó observando por la ventana unos segundos más hasta que se apartó
—No me da buena espina—comentó.
Rodé los ojos y me acerqué a ella para darle un beso en la frente luego de decirle que mejor dejara de ver cosas donde no las hay. Pareció relajarse un poco así que aproveche para ir a mi habitación y cambiarme de ropa. Ni siquiera daban las 4 de la tarde y el clima estaba un tanto caluroso por lo que decidí ponerme un vestido violeta —de entre los tantos vestidos “princesita” que mamá me había comprado—.
Guardé mi uniforme en el placar y me quedé unos minutos analizando mi ropa. A simple vista todo se veía de color rosa. Unas pocas ropas eran de tonos azules o lilas, y el color negro solo teñían mis zapatos. Mi madre había impuesto la estricta regla de no vestir de negro, ya que según ella el negro atraía “energías negativas”.
Cerré las puertas del placar y me fui hasta la mesita donde estaba el espejo y los maquillajes que reposaban en los recipientes de plástico. Me senté en la silla y observé mi rostro. Cuando cumplí 15 años mamá me había dicho que cuidara mi rostro todos los días, que me maquillara por lo menos las mejillas para no verme tan pálida y que por sobre todo siempre me viera femenina, por lo que personalmente se encargó de comprarme todos los cosméticos necesarios.