Destinos Vampíricos | 3

Raíces

El plata y la negrura se combinaban en amalgama perfecta. El cielo, terciopelo azabache que se extendía tan vasto como elegante, había sido negro desde el inicio de los tiempos. Quizás por eso todas sus lunas brillaban como diamantes, y aquel telón precedía a un escenario no menos exquisito. Como si la ciudad entera hubiera sido cubierta con acero pulido, todo cuánto la constituía refulgía su blindaje metálico. La metrópoli principal colindaba con un río fértil, sus aguas cenizas eran tan resplandecientes como dulces. 

Aquel lado de ese mundo era gobernado por una mujer: Hersaz, quién era respetada por los súbditos ante la justicia y cordialidad con que administraba su poder. Su sabiduría para la diplomacia despertaba envidia en otras sociedades. 

Ella tenía una hija única, su padre era una criatura bebedora de sangre, un hombre perteneciente a un mundo distinto: Itrandzar Voohkert, un vampiro.

Herzas e Itrandzar bautizaron a su hija como Anhys Kabath, sus rasgos y piel eran los mismos que los de su madre, pero en sus ojos la plata había dejado de arder para unir sus colores con los que el vampiro le diera, y el resultado parecía no pertenecer a ninguno de los dos universos pues su tonalidad nunca antes vista, combinaba el ceniza con el color verde. 

Leal a la sociedad a la que se debía como rey, Itrandzar priorizó su gobierno antes que el amor. Así, volvió a Montemagno para gobernar, pero cada mes sin falta volvía para compartir con su pequeña y enseñarle las costumbres vampíricas. 

Cierta noche maldita, Gestaless, soberano de otras tierras, declaró la guerra. 

Un gran estruendo precedió al derrumbe tras el primer ataque. La princesa despertó de un brinco en su alcoba, en la torre más alta del palacio. Los gritos y el correteo de los sirvientes eran apagados por el escándalo agudo que emitían las aeronaves al cruzar el cielo azabache a alta velocidad, y un instante después, uno, tres, cinco estallidos en puntos distintos. 

El suelo temblaba, las paredes vibraban, desde la ventana podían verse múltiples incendios que se tragaban todo en la ciudad. Incorporándose sobre sus trémulas piernas, Anhys Kabath en batas largas se acercó para ver y contempló los miles de habitantes que intentaban huir. Observó con horror como muchos de ellos perdían sus vidas bajo las descargas de armas con el poder de las estrellas. 

Un abanico de aviones de guerra tan imponentes como destructivas se acercaban a su lugar. Con pánico hizo un esfuerzo por correr, pero un ataque hizo estallar una cúpula cercana y la colisión destruyó una cara entera de la torre, quebrando el suelo. Viéndose arrastrada hacia el vacío, Anhys Kabath luchó por aferrarse a lo único que sobresalía: Una estructura alargada, metálica, y para su fortuna, resistente.

Hersaz por su parte, al ver la agresividad de la ofensiva, comprendió que el propósito de este no era la conquista sino la extinción. Las tropas de defensa respondían, pero los agresores los superaban en número, no podrían contra ellos.

–Itrandzar– murmuró.

Corriendo por los pasillos oscilantes y con cientos de detonaciones como fondo, entró a su habitación para sacar un frasco, este contenía un puñado de tierra extraída de los jardines de Montemagno. Tomando un dérvalo que guardaba con celo, llenó la pequeña estaca cristalina con el material y se apresuró a buscar a su hija. La niña intentó decirle algo pero estaba demasiado nerviosa como para hacerlo, su madre se le adelantó, ayudándole a incorporarse.

–Tienes que irte. Tu padre va a cuidarte, te amo.

Diciendo esto le besó, y entretanto le abrazaba, colgó en su hija el dérvalo. Separándose los centímetros suficientes, lo tomó entre sus dedos para dar vuelta a la diminuta rueda dentada, y al tiempo exacto en que una enorme detonación estallaba sobre sus cabezas, ambas miraron al techo, pero mientras Hersaz veía fuego durante los escasos y últimos segundos de su vida, Anhys Kabath era enceguecida por una claridad tal que al principio creyó que era la explosión. 

La incandescencia y el calor le daba a la cara pero no se quemaba, era luz solar. 

De repente el reluciente metálico del suelo había desaparecido, igual que la oscuridad, el aire frío, y el estruendo propio de la guerra de la que venía. 

Al percibir el inequívoco olor de su hija, Itrandzar se deslizó confundido y nervioso.

–¿Pero qué haces aquí?– no ocultó su impresión.

Mareada todavía, con sus ojos entrecerrados por no tener costumbre ante la luz del sol, la niña intentó incorporarse sobre sus débiles piernas, sin éxito. Mirando con desasosiego a todas direcciones, comprendió lo sucedido. Quebrándose por dentro, rompió a llorar.

–Moy Omi– apenas logró decir, ésta vez en zansvriko, su padre le había estado enseñando ya.

 "Mi madre" había dicho. En la misma lengua continuó: 

–Fuimos atacados. Todo lo que conocíamos...– gimió –Ya no existe más. No existe– y dejándose caer en brazos de su padre lloró amargamente.

–Hersaz...– murmuró el Zethee –¡Daniel!– llamó.

Ante su llamado, un muchacho de doce años, alto para su edad, hizo aparición.

–Lleva a mi hija a mi alcoba– le ordenó, le urgía tomar acciones ante lo sucedido –Ve con él, Anhys Kabath, que estaré contigo en breve.

–¡No!– saltó ella sobre su padre –¡No puedes ir allá! ¡Morirás! ¡Es el infierno! ¡Es el infierno!

–No tengas miedo, sé lo que debo hacer...– miró al chico –Por favor, Daniel.

El Daniel adolescente tendió su derecha hacia la llorosa niña, quién limpió su cara con el borde de su mano antes de incorporarse hipando. Ambos se habían visto unas pocas veces pero nunca habían hablado lo suficiente. 

De camino a la alcoba ninguno de los dos se atrevió a decir nada, pero una vez cruzado la puerta de la recámara, el casi adolescente se animó a hablar. A sabiendas de que la única lengua en común que tenían era el zansvriko, fue así como se comunicó.



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En el texto hay: vampiros, romance, sangre

Editado: 11.01.2021

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