Agatha entró a la casa con el corazón tamborileando contra su pecho, su respiración entrecortada, los dedos crispados contra la tela de su abrigo. La urgencia se deslizó por su piel como un veneno lento, un presentimiento oscuro hundiéndose en lo más profundo de su ser. Algo estaba mal. Algo se había roto antes siquiera de que pudiera entenderlo.
El silencio la recibió con la frialdad de una tumba abierta.
Bruno estaba allí, inmóvil, con la mirada vacía clavada en la pantalla de su teléfono, completamente ajeno al huracán que se desataba dentro de ella. Su presencia no ofrecía respuestas, solo una indiferencia que helaba aún más la habitación.
Agatha tragó en seco. Su voz salió apenas audible.
“Hermano… ¿Y Ethan?”
Las palabras, pequeñas, temblorosas, colisionaron contra la sofocante atmósfera de la casa.
Bruno levantó la vista con una calma que no tenía derecho a tener. Como si estuviera a punto de anunciar algo sin importancia.
“Una amiga suya… creo que era Sasha. Le ofreció casa cerca de la universidad donde se inscribió, así que se fue a vivir con ella.”
La realidad se desgarró bajo sus pies.
Ethan.
Se había ido.
El aire se volvió espeso.
Las palabras de Bruno resonaban como un eco cruel, repitiéndose sin descanso, clavándose como espinas en su pecho.
¿Por qué? ¿Por qué se había ido?
¿Por qué, si Bruno ya le había ofrecido quedarse?
¿Por qué, si todo estaba bien?
Sus pupilas danzaron por la habitación como si las respuestas estuvieran allí, atrapadas entre los muebles, escondidas en el resplandor trémulo del atardecer.
Su garganta ardía con preguntas que no podían ser formuladas. Su cuerpo entero era un contenedor de desesperación.
Su mundo había cambiado en un instante.
Sus rizos se sacudieron cuando alzó la cabeza con desesperación.
“Bruno, pero él va a la misma universidad que tú, pudo haberse quedado…”
El temblor en su voz la traicionó.
Pero más que eso, la traicionó la certeza desgarradora que se infiltraba en su piel.
Lo sabía.
Sabía que Ethan se había alejado.
Y sabía, con un dolor profundo e irrefutable, que ella tenía algo que ver en su partida.
Sus dedos se movieron antes de que su mente pudiera procesarlo. Avanzó un paso, su mano aferrándose a la muñeca de su hermano con urgencia, con súplica, con miedo. Pero antes de que pudiera pronunciar siquiera una sílaba, el mundo explotó.
El golpe la atravesó como un relámpago, su cabeza giró con la fuerza del impacto y su mejilla ardió bajo la furia de Bruno.
“¿¡Maldita zorra, crees que no me di cuenta de que tú y Ethan tienen algo?!”
El odio en su voz era más frío que el golpe, más cruel que el empujón que la lanzó contra el suelo.
El mármol absorbió su caída sin piedad, el frío de la superficie se filtró en su piel como una daga.
Bruno la miró una última vez. Pero no era su hermano.
Era un desconocido con el rostro endurecido por el desprecio.
Sin más, se giró y desapareció.
Agatha no se movió.
No podía.
Sus dedos se aferraron al suelo como si algo pudiera sostenerla en un mundo que se acababa de desmoronar.
El silencio fue peor que cualquier golpe.
Y así, con la luz moribunda del atardecer filtrándose por la ventana, la casa entera se pintó de un carmesí agonizante.
Las sombras se extendieron, el silencio se encajó en cada rincón.
El dolor y el arrepentimiento se acomodaron en la mesa junto a ella, observando con cruel satisfacción la silueta de una adolescente rota, sola, frente a un paquete de fideos instantáneos.
Las risas en la cocina.
Las conversaciones animadas en la cena.
Los recuerdos flotaban como espectros entre las sombras, burlándose de lo que alguna vez fue.
¿En qué momento todo se había desmoronado?
¿Cuándo el amor dejó de ser cálido para convertirse en un arma?
¿Cómo se suponía que debía vivir con un corazón que ya no le pertenecía?
El tiempo ya no era suyo.
Solo quedaba el vacío.