Kaysen Donovich
El estridente reloj de la consulta me sacaba de quicio.
—Está tardando demasiado… —mascullé, agitando la pierna.
Las agujas apenas marcaban la hora que debían.
No es que me molestara esperar a la doctora Dekker, mi psicóloga especializada desde la preadolescencia. De hecho, ese pequeño período de tiempo en el que iba a recoger su infusión, me servía para recopilar lo que había hecho durante la semana. El aire olía a incienso barato y a producto de limpieza expirado, una suerte que la doctora siempre dejaba la ventana abierta porque sabía cuánto me estresaban los lugares cerrados.
Me removí en el sofá, el cuero se ceñía a mis muslos. Ese cambio en el mobiliario fue una decisión lamentable. La anciana del cuadro amarillo parecía querer mirarme la entrepierna.
Finalmente, mi doctora entró en el cuarto atiborrándolo de limón y manzanilla. Su aceleración me desconcertó.
—Perdón por hacerte esperar, Kaysen —reposó el vaso humectante en la mesa del centro—. Me he encontrado con una vieja amiga en la sala de espera, se ha alargado la conversación. ¿Te acuerdas de Maddie? Esa pequeñita con sobrepeso que venía los martes.
No tenía ni remota idea de quién era esa niña, pero asentí de todas formas. La doctora se enredaba con cualquier cosa.
—Sí. No se preocupe.
Se acomodó en el sillón granate y dio el primer trago a la infusión antes de subirse las gafas. Las negras le quedaban mejor. Incluso siendo una treintona, con las otras parecía recién jubilada.
—Hay que ver el calor que hace, uff… En fin, cuéntame —cruzó las piernas—. ¿Cómo está yendo la semana?
—Normal.
—¿Normal? ¿No hay nada que te preocupe?
—No.
—¿Alguna variable que deba saber?
Si con variable se refería a una rubita influencer con ganas de tocarme los huevos a primera hora de la mañana… Pero no era tan relevante como para compartirlo.
—No —repetí.
Entrecerró los párpados, viendo a través de mí.
—Te conozco, Kaysen. Estás hablando en monosílabos, lo cual significa que algo está rondando en esa cabecita tuya.
—No me pasa nada, doc —levanté la voz—. Lo digo en serio.
—Tranquilo. No tienes por qué decírmelo —su vista se fue directa a mis nudillos rojizos—. Pero quizá deberías contarme qué te ha pasado allí.
—¿Esto? —se los mostré—. Dijiste que debía manejar mi ira.
—Me refería a reiki o yoga, no a destrozarte los dedos con el saco de boxeo.
—Está bien, admito que ayer me excedí. Estaba un poco cabreado.
—¿Cabreado pensando en…?
«En mis crímenes. En la universidad. En mis padres. En todo.»
—En nada en concreto —aparté la mirada.
—Kaysen, sabes desde siempre que este es tu lugar seguro. Aquí nadie te juzgará, nadie te levantará el dedo; no existe el pasado, solo el aquí y el ahora. Nos conocemos, mi trabajo es ayudarte —sonrió—. Pero tienes que poder expresarte. ¿Quieres que te traiga lápiz y papel? La otra vez te ayudó.
—No —asentí en forma de agradecimiento.
—Entonces habla, Kaysen. Yo te escucho.
Hacía ocho años desde mi última víctima, el propietario de un conocido concesionario.
Ocho años desde que abandoné Brixton, mi ciudad natal, para estar encerrado en un centro de rehabilitación para menores a unos kilómetros de aquí.
Desde entonces solo he deseado una cosa: Hacerme invisible.
Vivir en paz, acabar mis estudios sin distracciones para encontrar alguna oportunidad de trabajo fijo, aunque sea lo peor. Pero desafortunadamente o no, el mundo no es tan indulgente.
Y allí estaba. Tratando de arreglar el jarro con savia de árbol. Tratando de compensar los peores errores de mi vida.
Cerré el archivador cuando el profesor de procesos de fabricación dio por terminada la clase. El timbre ensordecedor retumbó en mis oídos, la gente de mi aula —mayoritariamente hombres— recogieron a toda prisa. Solté una bocanada de aire.
Estar en el centro de rehabilitación no significó abandonar mi vida como estudiante; seguí realizando clases particulares del oficio que tenía presente desde mi infancia: Ingeniería mecánica. En mi caso, especializada en motos.
Quería irme de una vez tras una hora tediosa de la peor asignatura, pero por desgracia, el profesor Smith anunció mi nombre para que me presentara en su mesa. Me aproximé a él a regañadientes con mi mochila colgando del hombro. ¿Qué rayos quería?
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Editado: 27.07.2025