Elodie Hellens
Nunca me había considerado una chica reservada... Pero insensata tampoco.
Al menos, no hasta que decidí subirme a una moto de un ex asesino con un ex asesino. Quien no arriesga no gana, decían. ¿Pero iba a arriesgar mi seguridad por cuatro visitas más y un voto de atención de las grandes compañías audiovisuales?
Bien. Tenía diecinueve años y la realidad bien alterada.
Sin embargo, eso no impidió que la tensión me taponara la garganta.
Era una sensación nueva, emocionante. El cálido viento de marea azotaba mi cuerpo al igual que un látigo. El chico no se dignó a ralentizar la velocidad por llevar una segunda persona a bordo, aceleraba el cacharro dejando rastro del estridente rugido del motor. No me pareció oportuno comentarle que era mi primera vez en moto, sobre todo porque le hubiera dado igual.
Eso sí, la adrenalina raspaba mi pecho como las olas del Mar Hustins a la orilla de nuestra derecha. Me recordó cuánto echaría de menos el verano e ir con mis padres a jugar al minigolf, y de paso di un tour por las afueras de Moonville. Las casas en ese sector eran pequeñitas, casi todas de colores vívidos y con elementos tropicales. Las palmeras batían sus frondas en la carretera costera.
Entre tanto no sabía dónde me estaba llevando, dónde tenía pensado grabar y porque había decidido hacerlo si antes se negó. Esperaba que no fuera ninguna trampa.
Su espalda era ancha y resbaladiza gracias a su camiseta de comprensión, por lo que no sabía muy bien cómo agarrarme. El viaje estaba resultando bastante inhóspito, pero pronto giraríamos por una calle de casas idénticas y aparcaríamos frente a lo que parecía ser… Una gigantesca mansión.
—Por los santos —mascullé mientras me quitaba el casco, Kasen me lo arrebató de las manos para devolverlo al cofre. Bajé de la moto, no podía quitar ojo de esa fachada blanca que resplandecía por el atardecer o de las columnas que indicaban la entrada—, vives… ¿Vives aquí?
—Sí —afirmó en seco. Introdujo las llaves en el bolsillo y sacó las del portal de la mansión, se dirigió al patio sin esperarme.
Antes estaba confusa, me preguntaba por qué me había traído a su casa cuando podíamos haber grabado en cualquier lugar. No obstante, no me quejé en absoluto.
Pasamos en medio del pasto recién cortado a través de un sendero dirección al garaje, fluía el típico olor a fertilizante. Estaba inquieta como un colibrí. Fue inevitable fijarse en la forma de caminar de Kaysen, acelerada y hostil, de esas que te recuerdan a los bandidos del viejo oeste.
Tomó el mando del portón y este subió chirriando, no tardé en comprobar que no se trataba de un garaje para vehículos. Era un cuarto luminoso repleto de material de gimnasio, como sacos de boxeo, pesas grandes, mancuernas y una bicicleta estática. Estornudé, el polvo hacía cosquillas a mi nariz. Me hubiera quedado a contemplar lo que probablemente sería su gimnasio personal, pero me adelanté a buscar la puerta que daba a la mansión.
Kaysen se me quedó viendo, desconcertado.
—¿Qué haces? —preguntó, pues estaba buscando entre las paredes.
—¿Tú qué crees? Buscar la puerta que lleva a tu casa.
Levantó una ceja.
—Esta es mi casa.
Mi expresión decayó en corto.
«Oh».
Claro. Tenía sentido. Avisté una cama sin hacer al lado de la ventana y una pequeña cocina con fogones detrás de una mesa particular. El mobiliario estaba mezclado con los aparatos de entrenamiento. No había ningún cuchillo a la vista, herramienta afilada o mancha granate, cosa que sea como sea, ralentizó mi pulsación. Ciertamente no me lo esperaba.
—Ya veo. Me gusta —dije con una sonrisa postiza—. Tiene tus aires de chico rebelde.
—No hagas de tu decepción algo evidente —tiró la mochila junto a la máquina de poleas—. Fue lo único que pude permitirme cuando salí del centro de rehabilitación, y lo más cercano al campus.
«Incluso huele a gasolina como él».
—Pero está bien, es un espacio íntimo con todo lo necesario. Mi casa tampoco es la mismísima Casa de los Cullen —observé la mansión a través de la obertura—. Pero, dime… ¿Nunca te han dejado entrar allí?
—La mayoría de las veces esperan a que me vaya para poder llevar a los niños al colegio. Por si eso te sirve de respuesta.
Asentí. El mundo entero lo tenía marginado.
—Entiendo —apreté los labios.
Kaysen hizo un estiramiento de espalda, probablemente por incomodidad. No era por ser observadora de más, pero se le marcaba todo.
—Bueno, ¿No tienes que sacar tus instrumentos de grabación? —cruzó los brazos—. Tengo cosas que hacer.
—En realidad con la cámara del móvil es suficiente —lo saqué de la mochila.
—Entonces basta de hablar. Vamos a empezar.
Fue a buscar una silla de madera y la colocó frente a la ventana. Estaba segura de que lo había convencido porque él, en el fondo, también quería demostrar al mundo su gran cambio. Quería llevar una vida social como un universitario corriente, y para eso debía convencer al público de que se había ganado un hueco en la sociedad; por muy pequeño que fuera.
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Editado: 27.07.2025