Elodie Hellens
—¿Hija, aún tienes para rato? —inquirió mi madre detrás de la cortina de la ducha—. He quedado con las madres para ir al cine a ver la nueva de thriller.
—Aún voy por el acondicionador —mentí.
Suspiró de cansancio.
—Por favor, no tardes demasiado... Apesto a putrefacción.
Salió del baño y cerró la puerta.
Llevaba tanto debajo de los chorros ardientes que mi cuerpo parecía estar evaporándose. Las yemas de mis dedos se arrugaban, y el pelo se me caería a manojos si seguía remojándome a tan elevada temperatura.
Cuando era pequeña, imaginaba que los botes de champú eran mi público. Creía que sería una presentadora de televisión y que haría felices tanto a mis espectadores, como a mis entrevistados. Pero ese día no estaba tan segura de cuánto había ayudado a Kaysen.
La sangre de Olivia seguía calando en mis sentidos... Y de alguna forma me sentía culpable.
Bajé el grifo y escurrí mi cabello dorado, salí rápidamente a envolverme el albornoz. Odiaba ese instante en el que me quedaba frente al espejo, pudiendo observar mis hombros desnudos, tan delgados, o el pecho poco desarrollado para mi edad. Solía preguntarme qué pensarían los espectadores cuando fuera el momento de mostrarme en pantalla, qué dirían de mi cuerpo.
Afortunadamente o no, ese día no estaba para pensar sobre mis propias inquietudes.
Tras peinarme la melena húmeda y ponerme el pijama, dejé que mi madre se apoderara del baño y fuí al salón. Algo que me gustaba de casa es que solo tenía una planta, por ello las habitaciones estaban muy cerca las unas de las otras. La definía como confidencial y acogedora, además siempre estaba reluciendo —por supuesto, no gracias a mí—.
Me dirigí a la cocina para tomar un aperitivo antes de la cena, pero el monstruoso contenido de la nevera acabó con el último vestigio de hambre. Aparté la mirada con desdén.
—¡Papá! —exclamé, asqueada—. ¡Cuántas veces tengo que decir que no pongais los dedos y las tripas en la nevera! ¡Tenéis un frigorífico especial para eso!
Mi padre pasó por allí con una bata quirúrgica, guantes de látex y el resto de la vestimenta forense.
—Ese está lleno —se bajó la mascarilla con su seriedad habitual—. Será mejor que no entres en la habitación de invitados.
Sin decir nada más, lo vi marcharse con un trozo de queso que cortó en la tabla de picar. Mi primera entrevista fue con mis padres: Les pregunté cómo sería tener que trabajar con cadáveres a diario y qué repercusiones tendría en su salud mental. Los consideraba buenos padres, si bien también bastante ausentes. Claro está, que el olor en esa casa no era de lavanda o rosas frescas.
De pronto, sonó el timbre clásico. Fui corriendo a abrir la puerta pensando que serían las amigas de mi madre; no esperaba ver a Owen con un paquete de cervezas.
—¿Es muy tarde para colarme en tu casa? —preguntó con media sonrisa. Se había puesto el conjunto de chándal que le regalé por su veinteavo cumpleaños.
Me llené de satisfacción. Su compañía era lo más anhelaba.
—Te diría que sí —observé las bebidas—. Pero veo que has traído mis favoritas. Así que qué remedio, pasa.
Cómo vivíamos uno delante del otro era recurrente que Owen se pasara por mi casa a última hora, durante la noche era la mejor ocasión para charlar de los temas que más nos angustiaban. Desde pequeños, era tradición que en medio de la conversación nos quedáramos dormidos en el sofá.
—Uf, ese olor… —olfateo con desagrado—. Me suena de algo.
—Mi padre está haciendo una autopsia en el cuarto —respondí fría, me eché en el sofá que estaba frente la televisión.
Owen notó mi sequedad y frunció los labios.
—Normalmente estarías haciendo bromas sobre ello, pero hoy te veo como si tuvieras que derrumbarte en cualquier momento. ¿Que es esta cara tan larga?
Lo averiguó de inmediato cuando le mostré mis ojos vidriosos.
—Ha sido horrible —balbuceé, refiriéndome a la escena de esa mañana.
Comprensivo, se sentó a mi lado.
—Ven aquí —me envolvió con sus brazos—. Estás muy achuchable con este pijama de suricatas. ¿No encontraste uno más feo en la tienda?
—Cállate. Ya sabes que me encantan los animales de la sabana.
—Eso no te lo voy a discutir.
Nos separamos. Afligida, saqué el tapón de una cerveza y me atiborré de ella.
—Oye, más despacio… —me bajó la botella—. Mañana tienes clase.
—Es que no lo entiendo, Owen. ¿Quién querría tenderle una trampa a Kaysen tan grave como para apuñalar a una persona? O más bien dicho, quién no.
Abrió otra cerveza.
—Lo que no entiendo yo es porque das por hecho que no ha sido Kaysen —aportó—. Sé que no te gusta que te lo repitamos, pero ese chico es…
—Sí, sí, un asesino. Ya me ha quedado claro.
—Sea como sea, la policía se encargará de averiguar la verdadera naturaleza de todo esto. Tu no tienes de qué preocuparte.
—La policía no hace nada —murmuré con arrogancia.
Owen vaciló.
—¿Qué has dicho?
—No importa. Lo que sí importa es que Olivia podría estar muerta, y tengo la leve sensación de que mi video ha tenido algo que ver. Es mucha casualidad que el crimen se haya ejecutado justo el día después de la publicación, aún más si la entrevista llevaba consigo una gran controversia.
—Tiene sentido —se quedó pensativo—. Pero también deberíamos recordar quién fue la víctima en cuestión. Olivia estaba planeando una venganza que compartió con la universidad. Una venganza contra…
—Angela Beckett —di un nuevo sorbo—. Sí, también había pensado en eso. La cuestión es que Ángela no ha venido al campus por vergüenza, tampoco Yasmin y Diana.
—Joder. Qué complicado —soltó.
—Eso no es todo. Me llegó un comentario muy extraño en el video de Kaysen, uno que le faltaba la última palabra —busqué su mirada—. Adivina dónde la encontré.
—Oh, sí. Estoy seguro, es lo que estaba escrito en la pared del baño.
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Editado: 27.07.2025