Kaysen Donovich
Tenía claro que el accidente automovilístico que acabó con la vida de mis padres estaría grabado en mi memoria por la eternidad. Seguía, y seguía recordando sus cuerpos desfigurados en los asientos delanteros. Mis gritos ahuyentando a los buitres. El coche recién pintado de mi padre, hecho añicos como un montón de chatarra. El barullo de la ambulancia y de los policías sacándome del coche a rastras, recordándome que ya nada sería igual.
Dos meses después, me encontraba escondido detrás del sillón feucho del centro de acogida de menores. Arrancaba el trozo de cuero que sobresalía, necesitaba hacer algo con la ira que me carcomía como un roedor.
—Kaysen, cielo —la coordinadora me encontró. No le resultó difícil ya que no me había movido de allí en horas—. ¿Estás listo para conocer a tu nuevo papá?
De padre sólo tenía uno. Solo tenía una familia. Y aunque ya no estuvieran entre nosotros, lo seguirían siendo hasta el día en que me muriese. Nadie podía reemplazarlos, jamás.
Negué la cabeza con brusquedad.
—¡No! Déjame en paz —me hice una bola con el cuerpo—. ¡Quiero quedarme con mi abuela!
La coordinadora se arrodilló conmigo.
—Tu abuela ya es muy mayor para poder cuidarte, pronto estará en una residencia y van a tener que cuidarla a ella. El hombre de allí fuera es muy considerado y amable, ¿Por qué no le das una oportunidad? —extendió la mano—. Yo te acompaño.
No me quedaba otra que seguirla... o me sacaría de allí a rastras.
Entramos en un despacho con muebles y tapicería antigua. Un hombre con bata de médico observaba los robles a través de la ventana, se volteó y expuso una amplia sonrisa, resaltando sus arrugas.
—Así que aquí está el pequeño superviviente —se acercó a contemplarme de cerca—. ¿Cómo estás, campeón?
Expuse una mueca de fastidio. Aunque tratara de esconderlo con una expresión amable, vi en él una faceta estricta y poco entusiasta. Tenía el pelo rociado de greñas y una cicatriz en la barbilla, me dió la impresión de que no conocía qué era disfrutar de la vida.
Agarré el jersey de la coordinadora, a lo que ella me informó:
—Este es el doctor Ellion Fisher, farmacéutico y psicobiólogo. Tiene muchos premios y ha contribuido en varios descubrimientos medicinales, es una persona muy importante.
—Oh, señora Roose, yo no diría tanto —se regocijó, antes de dirigirse a mí—. Pero estaré encantado de tenerte conmigo, Kay. No creas que soy un aburrimiento, también me gusta cocinar y ver algún partido en televisión. ¿Qué te gusta hacer a ti?
—Vamos, díselo —me animó la coordinadora.
Bajé la mirada con vergüenza.
—Me… Me gusta jugar con motos y coches.
—¡Espléndido! Mi hija ya no vive en casa, pero sigo conservando la moto que le compré a los dieciséis. Tal vez pueda enseñarte cómo se usa.
Mi ánimo se levantó de golpe.
—¿De verdad? —me acerqué a él.
—Claro que sí. Ahora eres mi hijo —me puso un brazo en el hombro—. Yo sé que tienes algo que te hace… muy especial.
—Donovich.
Algo me arrancó del sueño con pinzas.
—Donovich, despierte —un agente barbudo pegó los barrotes con la porra—. Ya puede salir. Alguien ha venido a buscarle.
Parpadeé varias veces y advisté que aún estaba tumbado en la esquina de la celda. Llevaba pocos días allí encerrado, pero fueron como tres eternidades. Aunque no estuviera solo el espacio era demasiado reducido, lo compartía con un viejo drogadicto que parloteaba solo y se meaba encima de vez en cuando. Fue un jodido infierno. Estaba mugriento, enmarañado de telarañas y mis pulmones rogaban por aire respirable. Media hora más allí podría haberme matado.
Lo peor es que el hecho de no tener escapatoria desencadenó recuerdos y pesadillas que llevaba años tratando de borrar. Estaba convencido de que todo fue culpa de esa dichosa entrevista, y me arrepentí de haberla aceptado sin pensar en las posibles consecuencias.
—Levántate de una vez, no tenemos todo el día —azotó los barrotes de nuevo.
—Ya voy, joder.
Me levanté con torpeza y sacudí la mugre del pantalón. Se oyó el chirrido del cerrojo, el guardia me indicó que lo siguiera por el pasillo de detención. La luz blanca me cegó, varias cámaras de seguridad en las esquinas me enfocaban directamente. No tardé nada en llegar al vestíbulo de comisaría dónde la gente esperaba para hacer consultas, algunos más inquietos que otros. El ambiente era sobrio y tedioso. Allí, sentada en el banco de espera y con un vestuario diferente, me esperaba alguien familiar.
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Editado: 27.07.2025