Probablemente Daniela debía de sentirse culpable por no haber deseado la paz mundial, ni pedir por los enfermos, o siquiera acordarse del maltrato animal. Pero no podía hacerlo cuando comprobó que su único deseo fue escuchado.
En Año Nuevo destinó las doce uvas para pedirle a todos los espíritus divinos del mundo una cita con Bastián. Hasta mediados de octubre creyó que, por su egoísmo, no se había vuelto realidad. Se convenció de que si hubiera pedido todas esas cosas que a los pacifistas no les dejaban dormir, seguro que todos serían concedidos. Por eso tuvo que resignarse a seguir observando al chico de rizos color caramelo desde la distancia, a través de la ventana del aula de Artes, mientras él jugaba baloncesto en la cancha de enfrente.
A pesar de que el chico de piel morena se había graduado de la preparatoria el año pasado podía ingresar al colegio libremente y derrotar a los chicos menores gracias a que era el hijo del director. Daniela estaba impresionada de su gran habilidad al esquivar a cualquiera sin importar su complexión física, e incluso podía jurar que un par de veces él dejó que sus rivales tomaran ventaja para poner las cosas más interesantes.
Sin embargo, la mejor parte del juego era cada vez que Bastián formaba aquella expresión decidida, la cual era apta para plasmar en el lienzo que ella tenía enfrente. Era una lástima que ya había comenzado otro proyecto que también se trataba del rostro del chico de ojos cálidos. Aunque era buena en lo que hacía, sentía que no era suficiente, que la ternura de su sonrisa no era ni la mitad de linda que la real; que los pómulos estaban muy marcados y que un ojo parecía más inclinado que el otro. Por suerte, apenas era el boceto inicial y podía corregirlo.
La piedrita en el camino era la poca paciencia que poseía. A la chica le gustaba que las cosas le salieran de inmediato, pues vivía con el constante temor de que esa preciosa elevación de sus labios se oscureciera en sus recuerdos. Y si lo seguía mirando, estaba segura de que crearía un retrato malévolo, donde la sonrisa estaría mezclada con una mirada audaz.
«Seguro que parecería un villano», pensó mientras resistía el impulso de verlo saltar hacia la red. No obstante, tras escuchar las aclamaciones de los espectadores, se volvió y, sin poder evitarlo, clavó la punta del lápiz en la tela.
Sin importar que lo quitó casi de inmediato el punto ya estaba marcado en la nariz que trazó con delicadeza. Ahora parecía que Bastián se había hecho una perforación, o que le había salido un grano muy feo.
Daniela dejó caer el lápiz sobre la mesa que tenía a un lado e hizo un mohín. Hacía mucho tiempo desde que no había cometido un error garrafal. Pese a que sabía que podría solucionarlo cuando aplicara la pintura, para ese entonces la vocecilla en su cabeza ya había empezado a recriminarle.
«Mira esos ojos nada más: uno te ha quedado increíblemente pequeño en comparación al otro», «Deberías abandonarlo como los otros, te está quedando horrible», «No sirves para esto, ¿por qué te empeñas en hacerlo?».
Se cubrió los oídos para tratar de ahuyentar esos malos pensamientos. Extrañaba aquellos días en donde pintar no la hacía sentir así de presionada. Esos tiempos felices donde aún estaba comenzando a dibujar, donde sus retratos no seguían ninguna regla anatómica y no le interesaba investigar tampoco, pero que le parecían las obras de arte más magníficas.
Más tarde, cuando se interesó más por el tema, investigó y practicó un montón, alcanzando así un gran progreso. Sin embargo, aquello también trajo consigo miles de inseguridades que la atormentaban incluso cuando sus conocidos aseguraban que era muy talentosa.
Sacó tres frascos de pintura que llevaba siempre en la mochila, untó un poco de cada color sobre su palma y los mezcló. Tiempo atrás había descubierto que eso le ayudaba a relajarse.
Viró su cabeza hacia las canchas y su frustración creció de nuevo, pues el motivo de tanto estrés estaba ahí, sonriendo a sus amigos. Quería retratar a Bastián sin fallas, hacer una obra maestra sin tener un minúsculo error a la primera. Quizás eso era imposible para alguien que tenía tan poca experiencia, mas añoraba conseguirlo.
En cuanto recuperó un poco de calma, se deshizo de la tela que ya no le servía y colocó otra. Sentía como si le estuvieran desgarrando el alma cada vez que cometía un error, pues no siempre conseguía material para hacer sus cuadros. Cada tres meses, luego de ahorrar lo suficiente, iba a las tiendas de arte y despilfarraba sin pensarlo. Había pasado apenas un mes desde que hizo las compras y ya se había terminado gran parte de lo que consiguió. El único consuelo que tenía era que podía reutilizar las telas para pintar paisajes. Eso se le daba muy bien y no tenía por qué bocetarlos.