Siempre había tenido sueños psicodélicos. Una vez soñó con visitar Rusia junto a un canguro parlante que llevaba unos guantes de boxeo, comían sushi y observaban un mar que aparecía de repente. En otra ocasión soñó con tener un dinosaurio de mascota que se alimentaba de los humanos que transitaban por las calles y a nadie le parecía malo. Y en noches muy especiales soñaba con un día de escuela común y corriente, donde sin avisar bajaría una nave espacial y se lo llevarían a una aventura intergaláctica.
Por ello le sorprendió la visión de aquella noche, una tan real y aburrida sobre Manchas, la gatita que aparecía de vez en cuando en su ventana en busca de comida —no ratones, no alimento especial; le gustaba la carne asada—. Él no podía considerarla como una mascota pese a ser de lo más cariñosa, pues eran muy pocas las ocasiones en que se quedaba a dormir.
Ambos se encontraban dentro de su antigua habitación: él estaba en su propio cuerpo mientras que el felino, similar a un tigre en miniatura, se lavaba su carita.
—¡Manchas! —Daniel trató de bajarse de la cama y abrazarla, pero cayó al suelo—. Auch, ¿qué rayos…?
Cuando bajó la mirada para encontrar el motivo de su tropiezo, abrió los ojos de par en par al vislumbrar el tobillo envuelto en vendajes. Con las manos temblorosas tocó su cabello; le llegaba por debajo de los hombros, las puntas eran rosas y olía al champú de coco que Astrid tenía en su casa.
Se volvió hacia la ventana. La gatita seguía allí, mirándole con un interés impropio de un animal.
—¿Eres feliz? —retumbó una voz suave en el interior de su cabeza que, al parecer, le pertenecía a Manchas.
—¿Cómo? —preguntó confundido.
—Cumplí tu deseo, así que espero que no te arrepientas.
Daniel se sentó en el suelo sintiendo un mareo repentino.
—¿Deseo? ¿A qué te refieres con eso?...
Manchas desapareció como humo arrastrado por la brisa.
El chico intentó ponerse de pie, pero un sonido melódico y una ligera vibración en su cabeza le obligaron a despertar. Por mera costumbre buscó sus anteojos en el buró junto a la cama, hasta que su visión se aclaró por sí sola y recordó que estaba en el cuerpo de su vecina.
Palpó la cama para encontrar su móvil. Desde que residía en el cuerpo de Astrid sus sueños se habían vuelto más pesados, por lo que debía poner cientos de alarmas y dejar el teléfono al lado de su almohada, mientras olvidaba el miedo a que la radiación le dañara el cerebro, como le dijo su padre años atrás.
Achicó la mirada para leer el mensaje.
«REGRESAREMOS MAÑANA A ESE LUGAR».
Daniel se talló los ojos antes de comprender a lo que se refería; entonces hizo un mohín. No quería volver. No después de pasar por una experiencia tan deprimente como encontrarse con un perro callejero hambriento. Antes casi nunca reparaba en ellos ya que le parecía desagradable acercarse a un animal sucio y lleno de piojos. En realidad, si no fuera por la influencia de su compañera, jamás habría tomado el valor de rescatar a Manchas aquel día de lluvia, cuando se encontraba herida y hambrienta.
Ahora que se daba cuenta sobre la tristeza y desolación por la que ellos pasaban, se sentía mal.
Se fijó en la hora. Estaban por dar las nueve de la mañana. Como decidió no dormir otra vez, ocupó su tiempo libre en los videojuegos que tenía en su celular y para cuando dieron las diez tomó una ducha. La noche anterior Jackie le dio el masaje prometido, cosa que mejoró notablemente su salud. El tobillo ya no estaba hinchado y su dolor parecía casi un piquete de insecto.
Tras colocarse una blusa y unos shorts, saludó a Mantequilla. Por supuesto, no le sorprendió su huraña respuesta.
—Otra vez a molestar. ¿Qué te sucede? Nunca has sido así de buena conmigo. ¿Te pegaste en la cabeza? Ve al loquero o algo.
—No es eso —respondió Daniel—. Solo quería saludarte, hámster amargado.
A pesar de que lo último lo dijo en un susurro, el roedor pudo escucharle.
—¿A quién llamas amargado, pendeja? Yo soy el más alegre entre los dos. Mírame, soy divertido.
El chico resopló enternecido cuando la mascota se puso a correr en la rueda de su jaula. Era peor que un niño de cinco años.
—Como digas —soltó por fin—. Te daré de comer antes de que lo olvide.
—¡Por fin utilizas esa gran cabezota tuya! —silbó Mantequilla, sorprendido.
Mientras Daniel le servía de comer, por un momento le pasó por la cabeza contarle todo al pequeñín. ¿Cómo reaccionaría? Tal vez lo mandaría con un «loquero» como hacía un par de segundos, o quizá se lo creería ya que él era muy distinto a su dueña original. Sin importar cuál fuera, no pudo hacerlo, ya que de alguna forma el discutir algo tan loco incluso con un animal resultaba penoso y, al mismo tiempo, haría que tal barbaridad fuera mucho más real.