Contuvo sus ganas de huir.
Por supuesto, para ella no fue una sorpresa que Daniel se le quedara mirando como un tonto. Lo entendía: estaba impresionado. De hecho, si no fuera porque ya estaba tan adentrada al mundo de los disparates mágicos, se habría burlado de quien dijera algo tan ilógico.
—Entonces… es una bruja… —logró decir él después de un rato. Ya no parecía tan pasmado como cuando intercambiaron cuerpos, mas era obvio que la confusión le tenía aturdido.
Daniela sentía pena al ver su propio rostro de esa forma. Estaba convencida de que la pobre y cerrada mente del chico no le permitiría concebir aquello como algo posible… De cualquier forma, desde que intercambiaron de cuerpos, todas las imposibilidades se volvían una realidad.
Suspiró en rendición y optó que distraer a su compañero sería la mejor opción por el momento.
—Vamos.
Obtuvo el valor de abrir las cortinas moradas y mirar al interior. Respiró hondo antes de atreverse a cruzar el largo pasillo; nada había cambiado durante el tiempo en que no fue de visita: los estantes de los costados seguían repletos de cachivaches inservibles y falsos de brujería, del techo colgaban decoraciones que le agregaban misterio al lugar, e incluso uno que otro atrapasueños blanco se balanceaba por encima de su cabeza. La única diferencia fue el asfixiante olor a cigarrillo, ahora reemplazado por un fresco aroma a menta.
Por un momento sus firmes pasos se alentaron, hasta que vislumbró la silueta de Minerva sentada detrás de la mesa. Entonces la ira la motivó a plantarse frente a ella y estampó ambas manos sobre el mantel carmesí. Las cartas sobre éste se movieron y los ojos verdes de la bruja se centraron en ella con un fulgor intimidante. Aun así, la joven no se permitió quedar intimidada y se inclinó para estar más cerca de la mujer disfrazada de gitana.
—Quiero una buena explicación, bruja de pacotilla —demandó.
—Oye, mocoso, ¿quién te crees que eres para hablarme así? —La mirada asesina de Minerva se relajó cuando vio por encima del hombro, donde se encontraba el cuerpo original de la chica—. Ah, cerdita. —Una sonrisa burlona apareció en sus labios mientras se ponía de pie—. ¿Qué haces aquí? Y ¿quién es este?
Daniel dejó de observar maravillado a su alrededor para consultar a su compañera.
—No te hagas la inocente —espetó Daniela y una vez más golpeó la mesa—. Exijo una explicación, y que reviertas esta estupidez. Ahora.
La mujer no pareció impresionada ante la agresividad en su tono. En su lugar, regresó a su asiento terciopelado y le miró con una ceja en alto.
—Eres tan parecido a esta niña. Tan altanero. ¿Acaso no sabes con quién estás hablando?
—Claro que lo sé. Hablo con la bruja más patética del mundo, quien perdió sus poderes por su orgullo herido.
Los ojos de Minerva se abrieron de par en par y observó el cuerpo de Alejandro de pies a cabeza.
—No los perdí, me los quitaron —corrigió en un murmullo, con la mano sobre el mentón—. ¿Cómo es que…?
—¡Sorpresa! —le interrumpió la otra mientras extendía los brazos para que pudiera verle mejor—. Alguien me lanzó un hechizo para intercambiar cuerpos con este chico. ¿Asombrada? ¡No lo creo! Sé que fuiste tú. Lo que no entiendo es qué te proponías al hacerlo. ¿Vengarte porque dije que tus hechizos para hacer crecer el cabello eran una mierda?
La bruja no respondió de inmediato. Parecía tan pasmada que por un momento Daniela titubeó. ¿Realmente no fue ella? ¡Era imposible! ¿Quién más querría jugarle una broma de mal gusto?
—Eso quiere decir que… ¿el chico es él? —atinó a preguntar por fin y señaló a Daniel. Cuando Astrid asintió, un esbozo de sonrisa se asomó en los labios de la mujer—. Vaya, esto es… muy interesante.
—¿Por qué te ríes?
—Aunque hay una cosa que me inquieta —continuó. Se dejó caer en el espaldar de la silla y tomó la punta de su trenza oscura. Pese a portar un traje de adivina, no llevaba una pañoleta que cubriera las líneas de cuero cabelludo claramente visibles—. ¿Tú fuiste quien se pintó el cabello así? Parece un Duvalín.
—¡¿Qué?! —chilló la joven, ofendida.
Minerva soltó una risa nasal.
—Lo sabía. Nadie puede tener tan mal gusto como tú, Duvalín. Oye, ese puede ser tu nuevo apodo.
—¡Basta!
—¿O prefieres el habitual?
—No estamos aquí para jugar, bruja de pacotilla. Tenemos un problema serio que resolver.