Día Z: Apocalíptico I

9-Nueva Vida; Victor.

 

Despertó.

No sabía cuánto tiempo había dormido. Quizá unas horas o quizá un día, pero sentía que habían pasado años, siglos, milenios... Soñó su vida; su pasado, cómo había sido su recorrido por el mundo, soñó con sus hijos, con su esposa, con sus amigos e incluso hasta con su estúpido trabajo. Su vida entera pasó frente a él haciéndolo llegar a una triste pero hermosa conclusión; fue buena mientras duró. Miles de pensamientos recorrían su mente, parecía estar bajo el efecto de el LSD o de alguna pastilla...

Las pastillas.

¡Victor lo sabía! Le dijo mil veces a su esposa que con esas pastillas para dormir quedaba cien por ciento vulnerable, ni un terremoto o ni una explosión podría haberlo sacado de su profundo sueño. Por eso no lo logró despertar para que huyeran juntos.

Victor miró el recipiente de las pastillas, estaban a su lado, cerca de su mano, estaba abierto y aún había un par de pastillas saliendo de él. Lo agarró con fuerza para posteriormente en medio de un grito de frustración lanzarlo a la pared. Las venas de su cuello estaban a casi reventar, sentía una culpa inexplicable.
 Como respuesta, los zombis, sus hijos, respondieron con un chillido al otro lado de la puerta.

—¡Demonios! —les gritó. Lo hicieron volver a la realidad; sus dos hermosos hijos ahora eran unas criaturas horripilantes que habían asesinado a su madre a sangre fría.

Miró su armario con tristeza, se acercó a él y de la parte inferior sacó un maletín que yacía cerrado con llave, éste contenía un arma. Cuando consiguió abrir la cerradura pudo verla por fin; una hermosa pistola 9mm. La tomó con una mano temblorosa y lentamente la introdujo en su boca. Las lágrimas recorrían sus mejillas. Tenía el dedo en el gatillo y mordía con fuerza el final del cañón. Se puso rojo y las venas del cuello le brotaron. Tras un grito ahogado oprimió el gatillo.

Sintió cómo la tensión se iba, se quedó quieto, creyó que había muerto. No sonó un disparo.

No estaba cargada.

Aunque no terminó con su vida, sintió que se había liberado del sufrimiento, como si hubiera solo matado a su pasado y todo lo malo, el pecho le dejó de arder y las ganas de llorar se fueron. Qué sentido tendría morir allí, sin haber peleado, sin haber luchado, sin haber vengado a su familia...

Lanzó el arma a la cama y rápido se vistió. Una remera azul y unos jeans negros fueron la ropa que eligió tras darle un vistazo rápido a su guardarropa.

Tomó nuevamente el maletín y extrajo los dos cargadores que había en el interior, colocó uno en su arma y se paró frente a la puerta. Ahora sólo se sentía aturdido, como si estuviera flotando en una nebulosa.

No permitiría que lo que ahora fueran esas cosas invadieran el cuerpo de sus hijos, sus formas físicas necesitaban descansar de la misma manera que lo hacían ahora sus espíritus.
  Miró su celular; sin señal, día 3 de noviembre del 2027, 11:22 am. Había dormido dos días enteros. Recargó su boca en la puerta de madera y entre sollozos gritó:

—¡Hijos, perdónenme! ¡Los amo!

Tras esto, abrió la puerta y quitó el seguro al arma.

Sus hijos al instante voltearon y se abalanzaron sobre él, pero antes de que llegaran oprimió el gatillo dos veces. Sus hijos cayeron de espaldas en medio de un sonido húmedo. En las noticias había mirado, antes de dormirse, que si disparabas en la cabeza había una seguridad del noventa por ciento de que los zombis murieran y que, en caso contrario, en cualquier otro lado de su cuerpo parecían ser inmunes a cualquier tipo de herida.

Miró horrorizado la escena; sus hijos yacían muertos al lado del cadáver semi devorado de su madre.

Victor cayó de rodillas y de nuevo lloró, mientras lo hacía no paraba de jurarse una y otra vez que era la última vez que lo haría.

Se levantó después de un rato y tapó a su familia con una sábana, no podría darles un entierro digno, sin embargo, le reconfortaba que por fin ya estaban descansando. «¿Dios sabe que lo que he hecho fue por amor? ¿Se atreverá a juzgarme por lo que he hecho o sabrá lo misericordioso de mi acto? Pensándolo bien... Si dios existiera probablemente no hubiera dejado que esto pasara...», pensó cuando acabó de envolver a su esposa e hijos.

Posteriormente se encaminó a la ventana más cercana y miró a través de ella. No había movimiento alguno afuera. Había una neblina por todas las calles que impedía ver más allá de su misma manzana.

¿A dónde podía ir? No tenía hermanos, sus padres murieron hace años y su familia estaba muerta.
No había lugar al que ir, así que decidió volver a entrar a su cuarto. Antes de subir echó una mirada fugaz a la cocina, las tripas le gruñeron, pero luego miró los tres cadáveres tendidos en el piso y todo rastro de hambre desapareció en un instante.

No había ningún canal transmitiendo, todos estaban en negro y tan sólo se conformaban de unas gigantes letras amarillas que decían las medidas de precaución, no perdió la fe y continuó cambiando de canales, al menos uno debería estar transmitiendo algo diferente, pero, en México, un lugar donde ni siquiera en los días más tranquilos se podía ver correctamente la tv, era ya de por sí un milagro el hecho de que funcione la electricidad todavía.

Estaba pasando de canal en canal hasta que llegó a los estadounidenses, viviendo tan cerca de la frontera era normal que varios canales de la tv pertenecieran al país vecino. A diferencia de los mexicanos, los estadounidenses parecían estar mostrando videos en bucle, se paró en el primero y puso atención a lo que decía una voz masculina con acento grave; “En Seattle tenemos comida, refugio, y seguridad. Todo el ejército estadounidense y la marina están salvaguardando la vida de todo aquel que llega a la ciudad, en Seattle está la salvación”.




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