Día Z: Apocalíptico I

10-Rescate; Sammuel.

—¡Rápido, rápido! —gritaban Sammuel y Jack al helicóptero mientras sostenían la puerta, la fuerza de los zombis era brutal. Quizá por el hecho de que ellos no se limitaban ni la medían, simplemente descargaban todo contra aquello que querían comerse.

Podían escuchar los gritos, rugidos y chillidos al otro lado, eran tan ensordecedores que ni siquiera se podían escuchar entre Sam y Jack.
La madre de Sammuel ya estaba en la orilla esperando la aeronave, que llegó en un instante y se colocó cerca del borde del edificio para rápidamente ayudar a su madre a subir. Del helicóptero también bajó un hombre con una metralleta en la mano, apuntando a la puerta que sostenían.

—¡Ahora! —les gritó e hizo un gesto con la mano para que se acercaran a él.

Al instante, ambos corrieron hacia el helicóptero mientras los militares disparaban a sus perseguidores. Sammuel escuchaba los disparos como zumbidos y el impacto húmedo y estremecedor al chocar con los zombis que tenían a sus espaldas. No quería voltear hacia atrás, le daba pavor el simple hecho de saber que tras él se encontraba la muerte misma.

De un salto alcanzaron el helicóptero y se agarraron como pudieron de los asientos para no resbalarse hacia el vacío. El soldado que los había cubierto ya también se encontraba arriba y los ayudó a incorporarse. Al instante volvieron a elevarse y en menos de diez segundos ya surcaban los aires de nuevo.

Los zombis que los perseguían saltaban del edificio tratando de alcanzarlos, pero no podían llegar hasta ellos.

—Se volvieron... locos —formuló Jack.

La madre de Sammuel estaba sollozando, se encontraba abrazando a Sam como si se tratara de un oso de peluche.

—¿A dónde vamos? —le preguntó Sammuel al soldado que los ayudó.

—A alguna base militar que aún no haya caído, posteriormente a Seattle. La única ciudad que los está pudiendo contener afuera.

—Perfecto.

Se quedó mirando a su ciudad desde la venta. Había humo por todos lados, se oían disparos, explosiones y cientos de destellos de balas surcaban las calles.

Por la radio del helicóptero escuchó la transmisión del ejército:

Sierra 5542; Aquí base. ¿Me copian?

—Lo copio, base. Cambio. —La voz salía de unas bocinas en el interior de la nave.

—New York, Montana, Texas, Las Vegas y todas las costas han caído. Diríjase a la base 009. Cambio.

—Enterado.

Sammuel no sabía dónde quedaba esa base, ni sabía en qué ciudad, los militares siempre se complicaban tanto poniéndole letras al azar y números a todo. Miró a Jack; estaba recostado en el asiento, durmiendo.
Su madre no dejaba de llorar, así que la envolvió en sus brazos, como a una niña pequeña.

—Estaremos bien, madre, tranquila —le susurró mientras le daba un beso en la cabeza.

Sammuel también pudo conciliar el sueño y se quedó dormido abrazado de su mamá, el sonido de las hélices y el movimiento del helicóptero lo arrullaba como a un bebé en una mecedora.

De pronto abrió los ojos y se encontraba en un lugar diferente, un sitio con un blanco infinito. Sammuel parecía estar levitando, pero sí tocaba el suelo, estaba sobre un piso invisible. Todo era carente de color hasta donde alcanzaba su vista. En un instante, cerca de él apareció su madre, mirándolo.

—¿Hijo? —preguntó confusa, parecía estar tan desconcertada como él.

—¿Madre? —La voz se le quebró, fue lo único que pudo salir de su boca.

Su mamá empezó a convulsionarse de pie, no se caía a pesar de los fuertes espasmos que sufría, temblaba y a la vez sus ojos se ponían en blanco. Entre esa blancura comenzó a regarse una mancha roja, parecía tinta derramándose en un papel. Sus ojos quedaron casi completamente rojos y de nuevo se posaron en su sitio normal, con las pupilas dilatas, mirándolo sin parpadear. Sólo en ese momento notó que el cuerpo de su madre se puso gris y que de sus manos y cara brotaban venas negras y verdes.

Sammuel se quedó helado, inmóvil, tan sólo tuvo fuerzas para sostenerse de pie.

—¡MADRE! —gritó finalmente, desgarrando su garganta en el acto.

Ella encaminó su cuerpo hacia él y comenzó a dar tumbos hacia donde estaba, sin embargo, antes de llegar, de algún lado salió un soldado y de un tiro traspasó la cabeza de su madre.

Al instante despertó.

«Diablos... un sueño», se dijo mientras se incorporaba en su asiento, aún sentía el corazón latir a mil por hora.

Miró a su alrededor y se percató de que había tres personas más; una mujer y dos niños. Jack, que estaba despierto, miró a Sammuel con gesto de confusión.

—Los acabamos de recoger a las afueras de San Francisco —dijo el soldado que iba entre ellos, notando la expresión de su rostro.

¡San Francisco!

—¡¿Aún estamos en San Francisco?! —preguntó Sammuel en medio de un estruendoso escándalo.

—Sí... En unos minutos lo pasaremos —respondió el militar.

—¡Bájenme! —gritó.




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