Día Z: Apocalíptico I

13-Próxima Parada; Michael.

Sus manos tenían fuertes calambres, sentía esa sensación que desde hace mucho tiempo no lo hacía; la de matar a alguien. 

Tenía los guantes sucios y la ropa manchada de sangre, se había deshecho del casco y dejó su corto cabello al descubierto, era más lo que le incomodaba que lo que de verdad le podría proteger en esa situación. 

Ser asesino era lo que mejor se le daba. Sus medallas y diplomas los ganó matando, quitando vidas, quitándole padres a hijos, esposos a esposas, creando viudas, madres solteras. ¿Cómo es posible que a alguien le den una medalla por eso? Era algo que le costaba entender. Era extraño que se sintiera tan nostálgico, pocas veces puede un soldado gastarse cargadores enteros en una sola ráfaga. Siempre tenían sólo uno o dos tiros precisos en las batallas comunes, nunca se desperdiciaban treinta balas de tirón, sin embargo, con los zombis era cosa diferente; no bastaba una bala para asesinarlos, a menos que fuera en la cabeza, claro. Los zombis requerían todas las balas del cargador e incluso hasta más. Además, a donde quiera que disparase acertaba; los zombis se acercaban por montones.  

Sentía tan bien al tirar de un gatillo, era como estar en casa, tan fácil para él como el simple acto de respirar. 

 —Estamos a diez minutos, Carter —dijo Michael, saliendo de su estupor—. Casi estamos. 

 Joshua asintió. 

 Michael rezaba por dentro, quería creer que su familia estaba segura y con vida, pero sabía que cualquier cosa podría pasar, en especial en esos momentos de tanto caos. No podía pensar qué haría sin ella... ¿Y si ya no estaba?, ¿Y si eran zombis?, ¿Y si debía...? 

Rápidamente sacó esa idea de su mente, no iba a precipitarse a las cosas antes de averiguarlas. 

De nuevo disparó. Los gritos de Miranda cuando miraba que se acercaba un zombi no ayudaban mucho, de hecho, hacían que todo fuera más difícil, pues cada vez se acercaban cada vez más y más criaturas. 

Sus municiones se estaban agotando y estaba por hacerse de noche, el sol comenzaba ya a ocultarse en el horizonte. En la oscuridad de la noche todo sería mil veces más complicado. Michael miraba los rayos del atardecer hundiéndose entre los edificios frente a ellos. 

 —¡Debemos correr, Mike! —le dijo Will. Estaba a su lado, aun disparando de vez en cuando al igual que todos los demás. 

 —¡Andando! —dijo mientras comenzaba a dar un leve trote y luego a correr. 

 Todos seguían formados en fila. Cada cierto tiempo pasaban junto a otros soldados y ni siquiera les ponían atención, estaban ocupados matando y sobreviviendo, al igual que ellos. Ya no se trataba de serle fiel a una bandera, se trataba de ganarle a la muerte, de hacer prosperar a la vida. 

Pronto Michael miró a lo lejos el edificio donde vivían él y su familia, sintió que el corazón se le aceleraba y que la adrenalina le recorría las venas. 

 —¡Ahí! —gritó apuntando al lugar mientras comenzaba a correr tanto como sus piernas le permitían. 

 Su familia estaba ahí, a menos de doscientos metros. Corrió como gacela con grandes zancadas, intentando llegar lo antes posible. 

 —¡Mike! —escuchó a lo lejos a Will. 

 Se había adelantado por mucho, la desesperación le había ganado, ni todos los años de entrenamiento militar lo pudieron contener. 

Ignoró a los zombis que lo perseguían y siguió corriendo como nunca lo había hecho, detrás de él había decenas de muertos vivientes siguiéndolo. Esquivaba a los que se topaba de frente y saltaba por encima de todos los cadáveres que había regados por el suelo. 

Rápido llegó a su edificio. En menos de tres minutos ya estaba subiendo las gradas que daban a la entrada principal. Abrió la puerta de un golpe y subió corriendo de tres en tres escalones. Su familia vivía en el tercer piso así que no tardó en llegar. 

Se paró frente a la puerta. Había un silencio inquietante. La abrió lentamente y observó el interior: todo estaba en perfecto estado. Caminó con precaución entre la cocina y la sala observando todo con detenimiento, esperando encontrar rastros de pelea o de sangre. Después de verificar los salones principales entró a las habitaciones, era lo mismo; todo estaba en orden a excepción de las camas, que yacían revueltas y con ropa encima. 

—¿Hola? —gritó. No hubo respuesta. 

Sintió que las piernas le flaqueaban y cayó de rodillas. No estaban, habían muerto... o se habían convertido en esas horribles criaturas. Las lágrimas brotaron de sus ojos y se desplomó en el suelo, quedado sentado y recargado en la pared. 

De pronto llegaron sus compañeros, jadeando entre grandes bocanadas de aire. 

 —¿Señor?... —le dijo Martin, se había recargado ya sobre sus rodillas, descansando. 

 —Están muertos... —susurró entre llantos—. ¡Están muertos! Muertos, muertos... 

 Martin y Will lo ayudaron a levantarse y lo cargaron hasta el sofá de la sala principal, donde se dejó caer otra vez como si no tuviera fuerza alguna en sus pies. 

 —Debemos dejarlo... ahí un tiempo —le dijo Will a Joshua—. Mañana continuamos. Avisa a tu hermano la dirección exacta en la que nos encontramos, no partiremos hasta que salga el sol y, de hecho, recomiendo que él y su amigo tampoco lo hagan. 

 —Bien... —respondió mientras miraba con tristeza a Michael—. Ahora mismo le llamaré para avisarle dónde estamos. 

 William asintió. 

—Revisemos todo el edificio, Martin, no hay que descartar nada. 

—Andando. —Martin quería estar en cualquier lugar del mundo excepto ahí, el sufrimiento de Mike se podía palpar en el aire. 

 Joshua sacó su celular y llamó a Sammuel, quien al instante contestó: 

 —¿Todo bien, Josh? —le preguntó Sam, se escuchaba agitado. 

 —Si... Al parecer estamos seguros en un edificio por ahora. 

 —¿Te pasa algo? Te noto rara la voz. ¿Estás bien? 

 —No puedo ni siquiera imaginar qué estupidez haría si llego a perder a alguien de mi familia, a Miranda, a mi madre o a ti —dijo con los ojos pegados a Michael, quien todavía yacía inmóvil en el sofá. 




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