Era un día como cualquier otro, hasta que el mundo se estremeció con una serie de sucesos que marcarían el inicio del fin de los tiempos. En las calles bulliciosas, los transeúntes se detenían en seco, con la vista fija en las pantallas de sus teléfonos, en los escaparates de las tiendas y los televisores en los bares. Un torrente de mensajes urgentes y noticias aterradoras rompían su rutina.
En los hogares, las familias se reunían frente a la televisión buscando respuestas, mientras los presentadores, cada vez más tensos, intentaban explicar lo inexplicable, brotes de violencia irracional, personas atacando a otras como si fueran bestias salvajes. En las redes sociales, los videos de agresiones escalofriantes se viralizaban en cuestión de minutos. Los gritos, el caos, y la insaciable sed de carne humana que mostraban esas imágenes no parecían reales, pero lo eran.
Las autoridades declararon estados de emergencia en varios países, con sus comunicados entrecortados por el ruido de fondo de sirenas y disparos. Pero no importaba cuánto lo intentaran, la situación escapaba rápidamente de su control.
En un modesto apartamento, Arzhel estaba sentado en el sofá con la vista fija en la pantalla del televisor, mientras un reportero hablaba desde una zona de desastre, su voz estaba llena de pánico y el sonido de cristales rotos lo acompañaban desde el fondo.
A su lado, su abuela, que siempre estaba normalmente tranquila, apretaba con fuerza la mano de su nieto. En u mirada se reflejaba una mezcla de miedo y confusión.
—Todo estará bien, abuela —susurró Arzhel, tratando de calmarla, aunque ni siquiera él creía en sus propias palabras.
De repente, la transmisión fue interrumpida por un desgarrador grito fuera de cámara. La pantalla se llenó de estática y un silencio pesado cayó sobre la habitación.
—¿Abuela? —Arzhel miró hacia ella.
Pero lo que encontró lo dejó helado. La mujer que lo había criado estaba inmóvil, de sus ojos brotaba un hilo oscuro de sangre que caía lentamente por sus mejillas. Su boca se abrió, pero no para hablar, sino para soltar un gruñido profundo y desgarrador que no parecía humano.
Atónito, retrocedió horrorizado, sólo para descubrir que su abuelo también estaba en la misma condición espeluznante, su cuerpo estaba encorvado, y su piel pálida estaba agrietada.
El pánico se apoderó de él. Sus piernas se sentían de plomo, incapaces de moverse mientras observaba impotente cómo ambos se transformaban en criaturas monstruosas.
Y entonces, de repente todo se desvaneció.
Arzhel despertó de golpe, empapado en sudor, su pecho subía y bajaba mientras jadeaba por aire. El latido frenético de su corazón resonaba en sus oídos, y la oscuridad de la caravana lo envolvía como un recordatorio de que estaba despierto. Se pasó una mano temblorosa por el rostro, tratando de borrar las imágenes que todavía se aferraban a su mente. Había sido un sueño, uno de tantos que lo perseguían cada noche.
Con un suspiro cansado, se levantó de la estrecha cama y se estiró, sintiendo cómo sus músculos protestaban tras otra noche de un descanso incómodo. Al mirar por la ventana empañada de la caravana, vio las siluetas retorcidas de los árboles del bosque, apenas visibles bajo la llovizna.
Habían pasado tres años desde que el mundo se había sumido en el caos. Tres años desde aquella fatídica noche en que todo lo que conocía se desmoronó. Tres años desde que había perdido a todos los que amaba. Desde entonces, había estado solo, refugiado en esta caravana abandonada en medio del bosque.
Con un suspiro de aburrimiento, se vistió con ropas cómodas, una camiseta vieja y unos pantalones resistentes que ya habían visto mejores días. Otro día en el paraíso, pensó con sarcasmo mientras ajustaba su mochila y revisaba su equipo. Era lo mismo de siempre, revisar las trampas, buscar agua en el arroyo y asegurarse de que su refugio no se estuviera cayendo a pedazos.
Agarró su machete y se adentró en el bosque. Las ramas húmedas y la poca lluvia constante hacían que todo se sintiera más pesado. Incluso el bosque, que solía tener al menos algo de vida, parecía apagado. ¿Dónde estaban los pájaros, los insectos, los ruidos que normalmente lo acompañaban? El silencio era casi peor que el ruido.
Caminaba con cuidado sobre el suelo fangoso. Al llegar a una de las trampas que había puesto hace días, soltó un gruñido al encontrarla vacía. Otra vez nada. Ni una pluma, ni un mechón de pelo, ni siquiera un maldito conejo despistado.
Sin ganas de quedarse mucho tiempo más ahí, siguió su camino hacia el arroyo. Al menos el agua no lo decepcionaba. El sonido del agua fluyendo le dio algo de alivio antes de que siquiera llegara. Al ver el arroyo, se permitió un pequeño respiro de agradecimiento. No era mucho, pero en este mundo hecho pedazos, encontrar algo limpio y confiable ya era todo un milagro.
Se arrodilló junto a las rocas, dejando su mochila a un lado y llenó su cantimplora con cuidado. El frío del agua contra sus manos casi lo hizo temblar, pero no era algo malo. Al menos le recordaba que seguía vivo.
Mientras se levantaba para continuar, se detuvo un momento y miró fijamente su reflejo en el agua, su rostro estaba ajado por el cansancio y marcado por cicatrices, tanto visibles como invisibles. Sus ojos castaños, hundidos y apagados. Durante un instante, el mundo pareció detenerse mientras las memorias lo arrastraban, risas lejanas, voces que ya no estaban, días en los que la vida tenía sentido.
Pero la tranquilidad del momento no duró. Un crujido sutil, apenas audible, lo sacó de su ensimismamiento. Su cuerpo se tensó, y su mirada se levantó rápidamente hacia la espesura. Entre los árboles, una figura se tambaleaba hacia él, emergiendo de las sombras como una pesadilla hecha carne.
El errante se movía con torpeza, pero su propósito era claro. Con un gruñido gutural y los brazos extendidos, se lanzó hacia Arzhel con hambre en los ojos vacíos. El corazón de Arzhel latió con fuerza, pero no vaciló. Sus dedos ya apretaban el mango del machete.