Diez razones para amarte

Capítulo 1: Campos de fuerza psicológicos y otras maneras de romper el hielo

Tengo el don de la palabra.

Desde pequeña he apelado a cualquier cantidad de historias, discursos y preguntas que rayan en lo filosófico para salirme de cualquier situación. Y es que cuando se es hija de David Strahm y de Marina Hausmann, autores de algunos de los best sellers más icónicos de las últimas dos décadas, no se puede ser algo más que una artista del lenguaje.

La cosa es que los descendientes directos de los grandes genios no solo tenemos una gran responsabilidad con el mundo entero; también tenemos un gran miedo a las caídas… pero ese no es mi caso, al menos no de momento.

Hasta ahora, he podido defenderme decentemente en el mundillo de la literatura y… Vale, que estoy mintiendo descaradamente.

La verdad es que mi experiencia en el área se reduce a un montón de sobresalientes en las cátedras relacionadas a las letras porque nunca, jamás, he intentado salir de mi zona de confort, pero tengo toda la intención de hacerlo en el momento en el que consiga la licenciatura en inglés con la que tanto he soñado… aunque esa es la excusa que me doy a diario para no ser honesta conmigo misma; para no decir que la verdad es que me aterra no ser lo que los demás esperan de mí.

En fin. Luego de que culminara exitosamente mis estudios secundarios, me matriculé en la universidad de mis sueños para validar ese don de la palabra que poseo y, como era de esperar, mis padres gritaron extasiados al enterarse de que su única hija seguiría sus pasos y formaría parte del alumnado del University College de Londres, su prestigiosa alma mater.

Hasta ahora todo suena maravilloso, ¿cierto? Pero nada puede ser tan bueno como se pinta porque, de hecho, no siempre se puede tener todo en la vida.

Soy neoyorquina y puede que eso no sea demasiado relevante, pero se volvió un dato muy importante en mi vida cuando decidí estudiar en Londres. Mudarme a una ciudad que queda a más de cinco mil kilómetros de casa, no solo significa dejar atrás un tercio de mi armario; también implica dejar atrás a mi madre, a mi padre y a otras personas… como a Scott O’Brien, por ejemplo, mi príncipe azul de carne y hueso.

La situación es esta: Scott O’Brien es el chico a quien me encantaría poder llamar novio, pero él no tiene el más mínimo conocimiento de mi existencia. Complicado, ¿no?

Sí. Soy una romántica empedernida, de esas que cree en el amor eterno y verdadero, en el mundo de color rosa y en los finales felices y, quizás, sea precisamente por ello que quiero pulir mi habilidad para expresarme: quiero poder escribir una infinidad de historias románticas hasta que encuentre la mía propia. Lo sé, soy bastante ambiciosa… o simplemente pretenciosa.

En realidad, lo mismo da.

De cualquier forma, aquí estoy, en Londres; a miles de kilómetros de casa y de Scott, pero a quince minutos del campus; terminando de instalarme en mi residencia universitaria; asimilando que mi vida adulta no comenzó hace una semana cuando cumplí dieciocho años, sino que comenzará hoy, justo cuando termine de hacer de este espacio mi nuevo hogar.

«Debí estudiar en la Universidad de Nueva York» —pienso para mí misma, para la única persona con quien podré entablar conversación en este solitario departamento.

Suelto una risa de lo más divertida ante mi absurdo pensamiento y estoy por abrir la última caja de mudanza que me falta por acomodar cuando el sonido de mi móvil rebota por las paredes que me protegen del exterior.

Me levanto a toda prisa para tomar el aparato que reposa sobre mi cama entre mis manos y deslizar hacia la derecha el brillante ícono verde que aparece a media pantalla.

—¿Ya me extrañas?

—¡Como no tienes idea!

—Esa es mi niñita.

Sonrío con la esperanza de que eso no me haga derramar más lágrimas de las que ya he dejado en el camino. Mis padres y yo somos muy unidos, así que estar tan lejos de ellos no solo supone todo un reto de cara a la independencia: también significa que me siento increíblemente sola.

—Ya casi termino de desempacar —desvío la atención para no tener que hacer de esta una charla incómoda y llena de sentimientos encontrados.

—¿Y está todo en orden? ¿Necesitas algo? De ser así, tu madre y yo podemos tomar el próximo vuelo a Londres y…

—Papá… —reclamo con ternura antes de que termine su oración—. Voy a estar bien, ya hemos hablado de esto —insisto, pero no porque no quiera tenerlos cerca de mí, sino porque alguien debe ser el adulto en una situación como esta.

Escucho un largo suspiro al otro lado de la línea y entiendo que mi reprimenda ha tenido el efecto esperado.



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En el texto hay: drama, amor, romance

Editado: 25.03.2019

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