Gracias a la amable señora Hawkins de Secretaría General, tengo en mano mi horario impreso y en mente las indicaciones de cómo llegar al aula donde el profesor Samuel Steinhold imparte su cátedra.
Todo suena increíblemente bueno para ser cierto, pero la realidad dista de la apariencia: la verdad es que mi primera clase magistral inició hace diez minutos y si hay algo que detesto es llegar tarde. De hecho, es común en mí cumplir con las normas sociales tácitas referentes al respeto del tiempo ajeno, y es por eso que me encuentro corriendo por el campus como si de ello dependiera mantenerme con vida.
Alumnos, profesores, personal administrativo y otros trabajadores del University College de Londres voltean sus rostros con violencia por donde yo paso, como si la estela que deja mi presencia fuese un cuerpo metálico y ellos fueran un imán, pero no me tomo un momento para observarlos porque estoy a punto de llegar al salón y el reloj está a punto de añadir otro minuto a su cuenta.
Sigo corriendo.
El verano ha desaparecido por completo, dando paso al agradable otoño, pero aún así estoy sudando… sí, estoy sudando en pleno otoño y todo gracias al idiota de mirada hipnotizante con el que me he topado hace unos veinte minutos.
—Menudo capu…
Pero me es imposible terminar de soltar el taco que tengo en la punta de la lengua porque me voy de bruces con una persona a quien, definitivamente, no esperaba encontrar en Londres… muchos menos en esta universidad.
—¿Estás bien? —pregunta con su perfecta y gruesa voz mientras me toma de los brazos para evitar que me caiga.
Enseguida me estabilizo, pero mis nervios se activan y todo mi cuerpo comienza a temblar. Todo: de pies a cabeza. No obstante, lo peor es que siento cómo aumenta el calor en mis mejillas; casi puedo ver cuán roja se encuentra mi cara en este momento, lo que me hace dar dos pasos atrás y bajar la mirada para, dignamente, quitar polvo imaginario de mi camisa, como intentando disimular que estoy a un segundo de desmayarme de la emoción.
—Esto… Sí, estoy bien. No te preocupes —balbuceo como puedo.
Escucho una risa socarrona y entiendo que no se ha creído ni una pizca de mi numerito teatral.
—Vale —responde con diversión—. Lamento haberme atravesado en tu camino, yo…
—Por favor, no te disculpes —lo interrumpo mientras levanto mi mirada y me pierdo en sus preciosos ojos color café hasta que un par de mechones rebeldes de su rubia cabellera bailan traviesos con el viento y me desconcentran por completo. Su mano, grande y seguramente áspera, los aplaca y desvío mi mirada de vuelta a su rostro, es entonces cuando me fijo en la hermosa sonrisa que ha dibujado en su boca… pero me recompongo inmediatamente para no demostrar cuán nerviosa me ncuentro—. Soy yo quien debería hacerlo; estaba corriendo como loca.
—¡Venga! Tampoco exageres. Sí, la verdad es que estabas un poco distraída, pero algo me dice que tu imprudencia se debe a que estás apresurada y no a que has perdido la chaveta.
No puedo evitar reírme ante su comentario y me sorprendo gratamente cuando él hace lo mismo antes de extenderme su mano.
—Soy Scott O’Brien —dice con seguridad.
Le ofrezco mi mano y aprieto la suya con suavidad.
—Lo sé… Quiero decir.. Ehm… Mi nombre es Allison, yo… Soy Allison Strahm.
El chico delante de mí arruga ligeramente su frente y ladea sus generosos, pero varoniles, labios y… ¡Santa Virgen! Me encantaría poder besarlo.
—¿Nos conocimos en América?
«¿Acaso él también me conoce? Oh, por Dios. Ahora sí creo que voy a desmayarme».
—¿Cómo sabes que vengo de América?
Scott sonríe de oreja a oreja y suelto su mano de inmediato solo para que no sea capaz de notar que mis dedos comienzan a sudar por la ansiedad.
—Por tu acento.
—Oh…
«Genial, Allie. No parecen cosas tuyas; ahora pensará que eres una de esas rubias tontas por las cuales nos estigmatizan a todas».
—Así que… ¿nos conocemos?
—No. En realidad, no.
—Pero acabas de darme a entender que sabes quién soy.
—¡Sí! Eso hice.
—¿Y bien?
«¡Demonios! Piensa rápido, Strahm».
—Esto… Bueno, yo… —paseo velozmente por cada rincón de mi imaginación en busca de alguna excusa que me salve de esta humillación hasta que, casi por arte de magia, encuentro justo lo que necesito: una respuesta… no, una afirmación de lo más ambigua—. Porque tu papá es una súper estrella del rock.