El aire era espeso en mis pulmones pero sin importarme o preocuparme la falta de aliento seguí trotando hasta completar mi rutina, podía trotar esta ruta con los ojos cerrados, me sabia cada acera, cada banco, cada árbol y cada imperfecto que había, después de tres años corriendo por el mismo sendero, terminabas incluso sabiéndote los pasos que tardabas en recorrer tu trayecto, por supuesto, no era tan maniático para contarlos, mi reloj inteligente hacia un buen trabajo sacando sus estadísticas.
Trotar era por mucho uno de mis momentos favoritos de mi día, todos los pensamientos eran aislados de mi mente y solo existía una única conexión entre mis pies, mi cerebro y mi respiración, era un instante completamente personal, completamente mío que debía equivaler a meditar. Era una hora donde las preocupaciones no existían.
En cuanto mis pasos disminuyeron para dirigirme a la panadería del señor Mackenzie, los pensamientos de lo que me deparaba el día volvieron a estrellarse en mi cerebro. Tendría un día ocupado
A las diez tenía una reunión con mi abogado para conversar acerca del local que compré en Glasgow para abrir una sucursal de Evanna's Place, el negocio iba a viento de popa y tenía el éxito y los ahorros suficientes, gracias a mi gira por Europa, para abrir otra cafetería sin recurrir a un socio. Era un proyecto en el que había enfocado toda mi energía desde hace unos años y cada día tenia mas forma, no podía decir que no estuviera feliz. Mis padres estarían orgullosos.
A las dos, tenía una entrevista con algunas chicas que habían solicitado el puesto de camarera, la última camarera no resultó ser tan buena como Lisseth y yo lo esperábamos y tuve que despedirla, no había conseguido una mesera que se quedara más de dos meses desde que Rachel se fue, Lisseth y yo la extrañábamos. Y no podíamos negar que su mal humor diario hacía falta para alegrar nuestros días. Pero ella era joven, se acababa de graduar de la universidad y sabía que más temprano que tarde terminaría yéndose.
Luego a las cuatro tenía un reunión con Rupert para hablar sobre un nuevo escritor cuyo libro lo impresionó, todavía no me había terminado el manuscrito pero con lo poco que había leído, el libro me mantuvo atrapado y yo no era un lector experto, a pesar de lo mucho que había intentado involucrarme con los asuntos de La Editorial desde hace tres años, todavía me costaba agarrarle el hilo a la mayoría de las historias que me mandaban, yo no era ningún editor pero si Rupert quería mi opinión pues bien, no iba a decirle que no. Sabia cuanto él apreciaba mi ayuda, al principio, había empezado a trabajar ahí porque necesitaba la distracción extra pero ahora supongo que simplemente se me hizo costumbre y siempre podías encontrar una sorpresa en los escritores novatos.
—¡Buenos días, muchacho! —el señor Mackenzie me saludó con su típica alegría en cuánto entré a la panadería.
No importaba cuantos años yo viniese a desayunar para acá, nunca me cansaría de comer los Croissant que aquí preparaban, había comido Croissant en muchas partes del mundo pero ninguno se comparaba a los del señor Mackenzie.
—¿Cómo pasó el día ayer? —Sonreí mientras iba a la caja a pagar mi pedido de siempre— buenos días, Señora Mackenzie
La Sra. Mackenzie me miró detrás de sus gafas de media luna mientras procesaba mi pedido
—Mi muchacho, ¿Te he dicho que cada día que pasa te pones más guapo?
Solté una carcajada, la esposa del señor Mackenzie siempre coqueteaba conmigo y tenía agradables comentarios para mí
— No pero yo si le digo a usted, que su belleza es lo más placentero que mis ojos tienen la dicha de ver cada mañana.
Ella río y me dio el cambio junto con mi factura.
—No lo digas muy alto, Aiden, que luego el viejo te escucha.
El Señor Mackenzie río desde su lugar en la vitrina colocando mi pedido en la bandeja. La señora Mackenzie me tendió un vaso
—Prueba este café, querido, nos lo trajeron hoy, es colombiano y está exquisito
Tomé el café y me dirige hacia donde el señor Mackenzie aguardaba
—Oye muchacho, tengo días queriendo preguntarte pero siempre se me olvida, ya ves que esta cabeza de uno cuando llega a cierta edad las cosas parecen fugarse sin darnos cuenta.
—¿Qué pasó? ¿En qué puedo ayudarlo? —pregunté tomando un sorbo de mi café. Era fuerte y puro, tenía poca azúcar pero sabía exquisito, era el tipo de café que buscabas tomarte cuando te esperaba un largo día por delante y necesitabas reponer energía
—No, no, a mí nada. Solo soy un viejo chismoso, tu amiga ha venido varias veces, nos sorprendimos muchísimo cuando la vimos pero este viejo nunca se olvida de una cara bonita, simplemente me parecía extraño que hasta ahora, no hayan venido juntos a desayunar.
Mi ceño se frunció sin entender ni una palabra de lo que el señor Mackenzie acababa de decir porque yo nunca venía a desayunar con nadie.
—¿De qué amiga habla? —detrás de mí escuché la puerta abrirse y el señor Mackenzie sonrió enormemente al ver sobre mi hombro
Y luego, escuché una voz de mujer saludar
—Buenos días.
Cada molécula de mi cuerpo se quedó, de inmediato, estático, paralizándome, mi mente se había descontrolado y me estaba haciendo una mala pasada al confundir ese tono de voz. A lo lejos, como si estuviese a kilómetros de distancia, escuché al señor Mackenzie saludar de vuelta y cuando escuché una risa suave llenar el espacio de la panadería supe que no estaba equivocado.
Porque no importaba cuantos años hubiesen pasado sin escucharla, esa risa la reconocería donde fuera.
Todo pareció moverse a mí alrededor como en cámara lenta y cuando por fin me giré, la vi.
Esa era su voz
Esa era su risa
Y ella estaba delante de mí.
A menos de diez pasos de mí.
Fabiola Pardo estaba aquí.
Nuestros ojos se encontraron y en el mismo segundo en el que ella me reconoció, como si hubiese soplado la llama de una vela, su risa se apagó.