Una mes había pasado y Loryen aún no se acostumbraba a ir tan acompañado. Cualquiera esperaría que sí, dado que de pequeño cazadores habían fungido como su guarda personal, pero solo uno a la vez, nunca más de tres; además que desde los dieciocho años se negó a tener guardas, le molestaban muchísimo.
Antes de los doce no le importaba, así se sentía siempre acompañado, además estaban los otros que también iban por ahí con sus guardas: una chica de dieciocho años y otra niña de doce. Sin embargo, una madrugada un terrible grito sacudió a la Alianza: así descubrieron que unas bestias habían entrado a la cabaña de una familia y asesinado a la joven. Cuando buscaron a la pequeña en su propia cabaña tenía el cuerpo tieso, a ella la habían matado al iniciar la noche. Sus padres aliviados lo descubrieron a él dormido profundamente en su habitación; solo se encargaron de deshacerse del cadáver de su guarda, que había dado la vida por detener a la bestia. Cuando despertó solo le dijeron que tendría un nuevo guarda, le intentaron ocultar lo que pasó, pero era un hecho difícil de ignorar así que lo obvio salió a la luz. Desde ese acontecimiento, todos lo trataron a él como si fuera lo más importante del mundo, le miraban como si fuera la solución a todos sus problemas; lo buscaban para pedirle su opinión, siempre estaban pendientes de que lo tuviera todo y nadie se atrevía a contradecirlo, jamás; pero eso tenía otra razón además de que él fuera el último heredero.
Ninguno de sus acompañantes lo había adivinado todavía. Tampoco era algo que dijera en voz alta, solo sus padres tenían plena consciencia de la sombra que le había legado Quilme; también ellos eran los único inmunes. Aquella sombra le gustaba mantenerla en secreto, era su comodín, un as bajo la manga que nadie conocería a menos que él mismo se los dijera: el contacto físico, piel con piel, hacía que cualquiera se encantara de su persona. Un estrechamiento de manos y cualquier deseo que Loryen tuviera sería no una orden, sino un honor hacerlo realidad. No era tan genial como la muerte por contacto que unos hijos de Thyxo tenían, pero cualquiera que Loryen tocara estaría dispuesto a dar la vida por él.
Por eso no se acostumbraba a sus compañeros de viaje: ninguno estaba ahí porque quisieran hacerlo feliz, ni lo miraban como a un salvador; para la mayoría era un inútil que necesitaba ser cuidado, un niño a quien debían llevar a un lugar. Y aunque no se sintiera cómodo, le gustaba que fuera así. Incluso había tenido mucho cuidado de no tocar a ninguno de sus compañeros, y lo había logrado, excepto con Suéh, que no había tenido elección; necesitaban convencerla de que fuera al viaje.
Cuando usaba su sombra sin tanto criterio como ahora que tenía veintidós años, no se daba cuenta del efecto que tenía; había personas que realmente se veían afectadas ante su contacto. Una de ellas fue Rebba, la mejor amiga de su mamá. Siempre los visitaba, lo conoció de bebé y por ende estuvo en contacto con él con demasiada frecuencia, hasta que ella enfermó de amor; no lo hubiera creído de no vivirlo en primera persona. Se negaba a hacer nada más que estar cerca de él, era un amor fraternal, pero tan extremista que hacía daño, sobre todo a ella; su esposo se cansó de la situación y la abandonó, se fue de La Alianza y a Rebba ni siquiera le importó. Kiren, la mamá de Loryen, como sabía el origen del problema buscó ayuda en un hombre con fama de “enmendar los problemas del corazón”, un hijo de Quilme; este logró sacar el recuerdo del amor que sentía por aquel niño, pero al ser tan grande terminó rota. Estaba casi desprovista de cualquier emoción, había destinado tanto sentimiento al pequeño que ya no le importaba nada más. Hasta ese momento solo lograron que se interesara por el dios del que descendía su familia: Pajve, sin embargo su sombra tampoco funcionaba como antes; Rebba había sido una receptora de historias y lo único bueno que salió del enfermizo cariño que tuvo hacia Loryen era eso: le contó cosas que nadie más que ella sabía, cosas tan increíbles que ni él se había atrevido a revelar porque acabarían con la percepción que tenían de su mundo.
Los últimos días, él no había podido evitar notar aquella mirada en los ojos de Suéh, esa que todos los que lo habían tocado con frecuencia tenían. Una mezcla entre el cariño y la idolatría. Le asustaba que aquella chica, que le agradaba bastante, se perdiera como lo hizo Rebba; por eso decidió que lo mejor era evitar el contactor.
Esa noche, en la que se cumplió un mes de viaje, regresó al campamento después de haber ido al baño, sabía que Suéh lo seguía a unos metros por detrás, como era su deber. Se preguntó qué clase de amor presentaría hacia él si continuaba como hasta ahora: rozándole la mano cuando le psaba los alimentos, jalándolo del brazo cada que había un peligro o acariciándo su mejilla como él había hecho la noche anterior.
Al acercarse a la fogata no pudo evitar escuchar una nueva conversación entre los del grupo. Otra vez estaba discutiendo. Loryen le había repetido hasta el cansancio a su mamá que su elección de cazadores era desastroza, había varios ahí que ni se estimaban e incluso se odiaban, unos en mayor medida que otros; pero Kiren le aseguró que todo estaría bien y él siempre cedía, después de todo la sabiduría era su sombra: sus elecciones siempre eran las mejores. Cuando oyó a Yian gritándole a Pouhl que era un estúpido empezó a dudar de las sabias decisiones de su madre.
—¡Detente! —exclamó Kena mientras detenía a su esposo, que estaba dispuesto a golpear a Yian. Aún cuando su brazo izquierdo seguía en cabestrillo.
—¡Es que él…! —empezó Pouhl, pero Kena le interrumpió.