Disputa de Amor

Capítulo 3: La Sangre de los Montenegro

El aroma reconfortante a comida de la tierra flotaba espeso en la humilde cocina de los Montenegro.

Olía a guiso de res con verduras recién cosechadas, sazonado con las hierbas que crecían silvestres en los lomas cercanas. El fuego alegre crepitaba en la vieja estufa de leña, aunque la abuela Jacinta Montenegro, con su cara llena de surcos como un terreno arado y sus manos curtidas como la corteza de un roble, seguía rezongando por lo bajo.

—¡Ay, válgame Dios! ¡Miren qué cosa más injusta! Aquí una pobre vieja, con más achaques que carreta sin engrasar, y mi nieta, la mismísima dueña y señora de estos campos, no me deja ni tantito acercarme a menear el caldo. ¡Como si una ya no sirviera ni pa’ eso!.

El abuelo Evaristo, con su boca desdentada que dejaba escapar una risita floja, golpeó suavemente la mesa de madera tosca con su mano temblorosa, adornada con venas azules como ríos en un mapa antiguo.

—¡Y a mí ni al corral de las gallinas me deja ir, Jacinta! ¡Figúrate tú semejante desprecio! A este paso, encerrado como bicho raro, voy a olvidar hasta cómo calienta el sol en la cara. ¡Uno ya no es gente!.

Valeria los miró con una ternura escondida bajo una capa de firmeza. Era en esa mirada, solo para sus abuelos, donde se asomaba la dulzura que guardaba celosamente. Sus ojos verdes, usualmente brillantes con determinación, se suavizaron como el verdor de los pastos después de la lluvia.

—No quiero que se me vayan a caer, abuelo. El camino al gallinero está lleno de piedras traicioneras. Y usted, abuela, ya le cuesta agacharse. No quiero que se me lastimen, ¡Dios me libre!

Los ancianos se miraron a los ojos, entendiendo sin palabras. Sabían que detrás de esa aparente rudeza se escondía el miedo profundo de Valeria a quedarse sola, a perder los únicos pilares de su mundo en esta vida dura y sin contemplaciones.

Así que, por esa noche, aguantaron sus quejas y disfrutaron del calor de la compañía de su nieta.

Jacinta cambió de tema con la astucia de quien conoce bien a su gente, revolviendo su sopa con una cuchara de palo, su ceño aún fruncido por la frustración culinaria.

—El baile del pueblo será este fin de semana… ¿Vas a ir, muchacha? ¿Vas a ir con Tomás este año? Es buen muchacho, trabajador como él solo…

Valeria negó con la cabeza antes de que la pregunta terminara de salir, sus labios dibujando una mueca suave mientras daba un trago largo a su cerveza casera, de sabor fuerte y con un dejo amargo.

—No necesito ningún hombre que me lleve al baile, abuela. Yo sola me divierto.

La abuela suspiró con resignación, acomodándose el rebozo raído sobre sus hombros encorvados.

—Ya es tiempo, mija. La vida se va volando como el viento. Algún día deberías encontrar un buen hombre, sentar cabeza y tener tus propios hijos. Darnos unos bisnietos antes de que una estire la pata.

Valeria esbozó una sonrisa forzada, sin mostrar sus dientes blancos y apretados, y se quedó callada por un momento. Luego, con una voz suave, pero firme como el tronco de un árbol joven, murmuró, mirando fijamente el líquido oscuro en su jarra de barro:

—Yo no quiero tener hijos, abuela. Nunca.

En lo más hondo de su alma, la razón que no expresaba era el fantasma de su madre. Esmeralda Montenegro la había dejado al nacer, como si fuera un animalito abandonado, en los brazos de sus abuelos, y luego se había esfumado sin dejar más que un hueco frío en su memoria.

A veces, Esmeralda volvía a la granja, apareciendo como una sombra fugaz y distante, pero para Valeria esas visitas no significaban nada. La abuela Jacinta era su verdadera madre, la que la había criado con amor y sacrificio, la que le había enseñado a leer las señales del cielo y los secretos de la tierra.

Esmeralda no era más que una extraña con lazos de sangre, una cara vagamente familiar, quizás una prima lejana a la que no sentía ningún afecto.

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En la atmósfera sofisticada y ligeramente decadente de la discoteca Imperium, donde la iluminación ámbar favorecía los rostros de la élite y la música electrónica pulsaba con una energía contenida, Zarek Kallistos sorbía un trago de su scotch añejo en una mesa reservada, apenas prestando atención a la conversación trivial de sus acompañantes.

Sin embargo, este ritual nocturno, antes un escape bienvenido, comenzaba a resultarle tedioso. La repetición de los mismos rostros, las mismas conversaciones y el mismo vacío hedonista empezaban a erosionar su paciencia.

Fue entonces cuando Celeste Kallistos hizo su aparición, deslizándose hacia su mesa con una estudiada desenvoltura.

Su presencia siempre había representado para Zarek una ligera impertinencia, una nota ligeramente desafinada en la armonía de su existencia cuidadosamente calibrada. De cabello rubio platino y con una belleza cultivada en los mejores institutos de belleza, Celeste exhibía una sonrisa ligeramente condescendiente que invariablemente irritaba a Zarek. Como hija adoptiva de Octavio, parecía haber internalizado una sensación de privilegio inquebrantable.

Celeste se acomodó en el asiento contiguo sin dudarlo, ignorando la mirada glacial que Zarek le dirigió.

—Estás terriblemente aburrido, Zarek —murmuró con un tono de voz dulce pero ligeramente afectado, cruzando sus piernas enfundadas en medias de seda. El brillo de sus discretas joyas capturó la luz tenue del local.




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