Distimia

CAPITULO DOS.

Al descender del auto de mi madre, desplegué el bastón frente a mí con la precisión de quien ha hecho lo mismo demasiadas veces. El aire frío de la mañana me acarició el rostro, desordenándome el cabello y enfriándome la piel.

Cada día, venir aquí se sentía como una herida que no cerraba.

Hay muchas cosas que detesto en mi vida, pero asistir a la escuela ocupa un lugar particular: es una forma de sufrimiento que ya no sé si rechazo o si, en cierto modo, necesito.

Preferiría estudiar en casa, en el silencio que me pertenece. Pero mis padres —sobre todo mamá— decidieron que no debía encerrarme, que tenía que "vivir como cualquier otra chica".

—No quiero limitarte por tu ceguera —dice mamá cada vez que insisto.

Papá, aunque no tan de acuerdo con ella, calla en complicidad.

Puse los ojos en blanco. Ya no discutía. Solo quedaban dos años. No pensaba ir a la universidad, por mucho que ellos soñaran con eso.

—Que tengas un buen día, cariño —se despidió mamá, como cada mañana, con la voz dulce de quien ignora que esa dulzura no basta.

Le ofrecí una sonrisa que no me nació. Era solo un gesto vacío, una forma de evitar que la conversación volviera a abrir viejas heridas.

Al menos las visitas al doctor se habían vuelto menos frecuentes; ya no eran mensuales. Dos, tal vez tres veces al año. Un alivio tenue, pero necesario.

Avancé con paso seguro. Conocía este camino: recto, salpicado de murmullos y hojas secas. A cada paso, mis sentidos se desplegaban como alas: el crujido de las hojas bajo mis zapatos, la brisa fría que se deslizaba por mi cuello, el murmullo creciente de estudiantes que evitaban mi bastón con una mezcla de respeto y recelo.

No era la única estudiante ciega, pero sí la más silenciosa. La más ausente. La más... cansada.

Llegué al edificio principal, me dirigí al aula sin detenerme. Izquierda, luego derecha. La arquitectura estaba pensada para guiarnos con facilidad. Una ironía, considerando lo poco que quería estar aquí.

Ignoré todas las voces. Solo saludé a la profesora con un leve gesto. Gloria aún no había llegado. Su voz alegre no flotaba en el aire como solía hacerlo, ni sus pasos ligeros rompían la rutina de la mañana.

El aula era una caja de sonidos familiares: mochilas abriéndose, cuadernos golpeando la madera de los pupitres, el chirrido de las sillas siendo arrastradas.

Todo estaba en su sitio. Todo, menos yo.

—Primera vez que me topo con una persona ciega, vaya —soltó de pronto una voz masculina, grave y cercana.

Fruncí el ceño. Nadie solía hablarme, mucho menos para comentar mi ceguera como si fuera un objeto curioso.

—Es algo extraordinario, no se ve todos los días.

—¿Extraordinario? No hay nada extraordinario en no ver, en depender de otros, en pasar media vida entre hospitales —la sequedad fue palpable en el tono de mi voz.

Me arrepentí al instante, pero no me disculpé.

—Oye, lo siento. No quise ser grosero, ¿vale? —había cierta sinceridad en su voz. Asentí con frialdad.

El rechinar de la tiza sobre la pizarra, me hizo saber que la clase estaba por comenzar.

Aún me preguntaba dónde estaba Gloria. Nunca llegaba tarde, o casi nunca. Si pudiera, le habría enviado un mensaje repleto de signos de exclamación, como solo ella sabría interpretar.

Yo no saqué cuaderno ni lápiz. No los necesitaba.

Extraje mi libro en braille, apenas por rutina, y pasé los dedos sobre el título abultado. Aun así, sabía que lo dejaría cerrado. Aprendía escuchando. Era suficiente.

El resto de la mañana transcurrió sin incidentes. Solo en la hora del almuerzo volví a cruzarme con la voz grave del chico elevándose entre el bullicio.

—¿Quieres sentarte con nosotros?

Negué con la cabeza. No me apetecía compartir mesa con alguien que me había reducido a una anécdota.

—No, gracias.

Seguí mi camino hacia la cafetería. No obstante, él me siguió. Podía sentirlo: su andar firme, acompasado al mío. No caminaba deprisa, sin embargo, se mantenía a mi lado. Era alto, probablemente de piernas largas.

—¿Cómo te llamas? —pregunté, con una curiosidad que me sorprendió a mí misma.

—Aimy. ¿Y tú?

Me detuve un segundo.

—¿Aimy? —repetí más para mí que para él.

Antes de obtener respuesta, una voz familiar rompió el aire con alegría:

—¡Peonia!

La risa de Gloria era inconfundible. Aunque no provenía del lugar habitual. No estaba en nuestra mesa de siempre.

—¿Gloria es amiga tuya, Peonia? —inquirió Aimy.—Por cierto, lindo nombre —casi rodé los ojos. Qué desperdicio si no podía verme

—Gracias, y sí. Esa irresponsable es mi mejor amiga —resople con fingido fastidio. Y, odiando pedir aquello...—¿Podrías indicarme dónde está exactamente?

—Claro. Está justo en la mesa a la que te invité. ¿Puedo...?



#3250 en Novela romántica

En el texto hay: romance juvenil, drama

Editado: 19.07.2025

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