El Monolito
Era de madera, adobe y piedra, y era tan firme como si se tratara de hormigón armado. Lamentablemente, para desgracia de Chamu que enfocaba el monumento, las placas metálicas no se podían leer; estaban ya tan gastadas que, aunque el joven quisiera al tacto descubrir algún relieve, solo se reconocían los tornillos con los que estaban adheridas. Estuvo un rato enfocándolas, ya que sabía por otros visitantes que poco y nada se sabía del monumento, solo que estaba allí desde siempre.
Su forma de obelisco enano le hacía pensar que esa cosa estaba clavada en el suelo y no construida allí. La había visto en las fotos de la hostería también, como un participante silencioso de todos los eventos que retrataban. Aunque esto último no tenía que ser algo extraño, pues el pueblo era pequeño y esa plaza debería ser el centro de los festejos y manifestaciones principales. Pero aun así, desde que lo vio en las fotos, y más cuando lo tuvo enfrente, le causó una fascinación que lo hacía girar alrededor de él y acariciar las formas imperfectas del adobe duro, las astillas de la madera ennegrecida y las formas caprichosas de las piedras que lo constituían.
Incluso se entretuvo frotando las partes de metal, más frías que el cuerpo de adobe y madera. Miró la base, allí donde algún guerrero imaginó lo hubo enterrado, rodeada de piedras laja irregulares con la mica incrustada, que cuando el rayo de sol les daba de lleno las hacía brillar como si fueran de otro planeta. Un arbusto de lavandas lo custodiaba; se podía sentir el aroma de su flor y el bullicio de las abejas que lo sobrevolaban. Enfrente de él, una banca de madera muy antigua. Si querías tener una conversación con el extraño monumento, podías sentarte allí, o meditar dejándote llevar por el aroma a lavanda.
Absorto en esta contemplación, se sobresaltó al escuchar una voz femenina dirigirse a él.
—No va a poder leer las placas…
Al girarse vio a la muchacha, vestida humildemente, con su larguísimo cabello oscuro arreglado en una trenza que caía sobre su hombro.
—Los ancianos dicen que algunas son en honor a la Virgen de los Algarrobos, y tiene sentido porque el oratorio de adobe todavía está en pie con una imagen antiquísima de la Santísima…
Y vio cómo la joven señalaba una placa ennegrecida que estaba sobre las demás, cerca de la punta, y en cierto modo tenía sentido lo que decía.
—Dora… Dora González… —y extendió la mano al presentarse, que Chamu apretó suavemente.
—Chamu…
—¿Chamu? —se extrañó la joven, que mantuvo el rostro de cobre sin expresión.
—Es un apodo, nomás…
—Ah, bien… Como sea, mi tata de la hostería me dijo que vendrían dos del Valle y que capaz estén interesados en el museo que tenemos…
—¿El obelisco este…? —Chamu señaló el monolito.
—De piedra, madera y adobe… si te parece impresionante… tenemos una ciudad vacía de esos materiales… justo donde está el oratorio de la Virgencita.
—¿Como la casa de la bruja…?
—…Una ciudad completa… ¿Chamu era? Avisame si querés que te acompañe… Virgilio mañana temprano los lleva para lo de la bruja, pero todos van allí, no es tan espectacular…
—¿Dora, vos naciste acá? ¿Creés en esas cosas que se dicen en el Valle sobre la bruja… y eso?
Dora, sin dejar de mirar con sus ojos oscuros al joven, sin una mueca, pensó un rato la respuesta. El silencio que los rodeaba no incomodó a Chamu, se estaba acostumbrando al tiempo lento de la provincia, el tiempo que pasaba cuando quería y no como el porteño necesitaba.
Registró los rasgos firmes de la joven en una foto que rompió el silencio. No pasaría los 20 años, ni una gota de maquillaje innecesario para esa edad y para la belleza natural de Dora. Se la imaginó con atuendo tradicional, con los moños blancos que había visto en las fotos de las demás mujeres.
—Nosotros no creemos o dejamos de creer. Para nosotros lo normal es extraño o extraordinario casi para los visitantes… Mirá vos este monumento. Paso todos los días; para mí solo es el centro de la plaza como para todos, pero para vos es algo que tenés que fotografiar…
Chamu se sonrió mientras le mostraba la foto a Dora, que también sonrió al verse, preciosa y seria.
—He salido media seria… Venite al museo, repararemos esta impresión. Cuando hablo de los míos, dice mi abuelo que soy otra. Guardamos cosas interesantes para que les saques tus fotos.
—Dale, Dora. Antes de subir a la casa de la bruja, vamos para allá…
—La vas a ver también… —susurró entre dientes.
Chamu no dijo nada.
—No es la bruja, es la niña… Prende los sahúmos cuando es tiempo de hacerlo… todos la vemos…
—¿Te referís a la silueta que sale…? —dijo medio confundido el muchacho.
Dora no contestó, lo saludó pero se quedó pensando un momento antes de preguntar:
—Chamu… ¿es por… "chamuyero", como le dicen a los porteños…?
—No, es Chamuscado… tengo una marca de nacimiento en el hombro que parece una quemadura… —se levanta la remera y enseña una mancha rojiza, mientras sonríe.
—Me gusta tu apodo… Me gustan las marcas que tiene la gente en la piel, los lunares, las pecas, los antojos…
—¿Antojos…?
—Esas marcas no son caprichosas, vienen con nosotros de otras vidas. En el pueblo dicen que son antojos de la madre que no pudo cumplir… yo creo eso… pero más creo que son de otras vidas… recuerdos de lo que fuimos… —Dora se acomoda las prendas y señala la dirección por donde, unos segundos después, Chamu la verá alejarse.
—Me caés bien, Dora… Antojo… ja —murmuró, y siguió su camino también, de vuelta a la hostería.