Dividida 2 "el viaje"

El Museo del Pueblo

El Museo del Pueblo

Era una casa de adobe, hermosa como aquellas que vieron en Tinogasta, con las puertas de madera y el techo alto. Un cartelito tallado finamente y barnizado los recibió en la entrada:

Museo Tradicional
Ciudad de “El Puesto”

Chamu apuntó la cámara y le sacó una foto intentando que la casa también saliera de fondo.

—¿La chica estará adentro? Virgilio pasará en unas horas. Me gusta la idea de un museo… —Bauti se había repuesto del viaje luego de unas horas de siesta. Habían desayunado un pan casero con mate cocido en la misma hostería, cargaron de agua las botellas y decidieron aceptar la invitación de Dora.

—Sí… ahí está… mirá por la ventana… —Chamu señaló con el mentón a la joven que apareció detrás de las cortinas verdes y les pidió que entraran, mientras apoyaba el mate en la mesa.

—Apa… la morocha bonita… —murmuró Bautista. Es que si la simple belleza y juventud de Dora no pasaban desapercibidas, aun con el rostro serio y sin ser muy simpática, Chamu podía percatarse de eso. ¿Por qué no lo haría Bautista, que era especialista en estas huestes, a pesar de Corina?

—A lo tuyo, Negro. Vamos, nene, vamos. No me hagas quedar mal con Dora… podés hacer unas tomas de este ángulo… —Chamu no estaba molesto, solo que esta vez prefería que nadie importunara a Dora. La breve charla que habían tenido era la muestra de que en ella había una profundidad sin pretensión, y a Chamu le fascinaban las personas así. Eran muy difíciles de hallar, pero en el interior del país, en estos parajes olvidados, había mucha gente sabia, y Dora parecía una de ellas.

Ya en la estancia, quedaron impresionados solo al ingresar. Miles de fotos montadas en marcos de madera irregulares, ordenadas en la pared de piso a techo. Como en la hostería, estas también eran imágenes cotidianas del pueblo antaño: ferias, celebraciones, las calles, la plaza, vestuarios.

Dora les ofreció mate cocido y ellos aceptaron, humeante y aromático.

De vez en cuando, Chamu, más curioso que Negro, preguntaba por alguna imagen en particular, y Dora le respondía. Evidentemente, esa joven era una estudiosa de las costumbres de su pueblo. Negro entró en la siguiente habitación. Sobre una mesa de exhibición, bajo un vidrio, una caja de madera oscura. Buscó un cartel o etiqueta que le indicara qué era. Pensó que era una antigua posesión de algún habitante importante, pero no encontró nada. Se distrajo con los artículos que la estancia tenía expuestos contra las paredes, fascinado con los colores. En la habitación había una ventana que daba a una calle lateral del pueblo. Se asomó y ya no se asombró de la quietud y silencio, solo interrumpido por el ladrido de algún perro. Es la quietud que los acompañó desde que llegaron al pueblo. Sí se sorprendió por la escena que podía observar desde allí: colgados al sol desde el cabo, ramilletes de flores y ramas, acomodadas hermosamente por unos niños que no pasarían los 10 años, felices y diligentes en esa tarea. Unos llegaban con bolsas y estas flores y ramas de algún lugar de la colina; otros, en cuclillas, armaban montoncitos seleccionando las hierbas, y una niña de cabello largo y negro los ataba amorosamente y los olía con satisfacción al terminar, para luego colgarlos junto a los otros ramos.

Algunos ya estaban secos. Los colgaba de las ramas bajas de un árbol delante de su casa de adobe.

—Sahúmos…

Dora interrumpió sus pensamientos.

—Sí, lo sé, tuve una tía que los armaba también en Buenos Aires… —contestó Negro, iluminando a la joven con una de sus sonrisas cautivadoras.

—Debió ser una mujer sabia… aunque no imagino cómo, entre tanto cemento, pudo encontrar las hierbas para hacerlos…

—Lo fue… vivió en Catamarca de niña… tenía un patio verde donde plantaba… algunas veces secaba ramos de lavanda, limón, menta… —Negro volvió la mirada a la escena. La niña tomaba un mate mientras esperaba que los demás niños armaran más montones de yuyitos. Se recordó con sus primos en el patio de Pupe, tomando limonada y observando los sahúmos secos colgados bajo el limonero.

—Los hacen para la ofrenda… esta noche irán —Dora lo dijo con naturalidad, mientras recibía la taza vacía de Bautista y salía con ella de la habitación.

—Alguna cuestión religiosa será… —dijo en voz alta Bautista a Chamu, que enfocaba la caja.

—Ponele… a ver si nos movemos, amigo. Empezá a hacer unas tomas. En un rato nos sentamos a hacer el guion. Será una buena introducción para el video de la Casa de la Bruja… —Estaba diciendo esto cuando algo en la caja le llamó la atención.

—¿Fotos?... Dice “Fotos” ahí… ¿será algún cofre antiguo? ¿Qué cuernos es? ¿Le preguntaste a Dora?

—No… A ver… sí, dice “Fotos”… —Bauti se detuvo—. Se parece a la caja de Pablo, la que tiene en la…

—¿Pablo tu hermano? ¿Qué caja? Deberíamos preguntarle a Dora, porque está resguardada bajo el cristal. Parece ser la pieza central del museo. Pero después, ahora a lo nuestro… —En ese instante entró Virgilio, el guía que los llevaría hasta la cumbre. Dora no volvió a entrar, tampoco la vieron al retirarse del museo, aunque la buscaron con la mirada en todas las habitaciones. Virgilio comentó, al preguntarle por la joven, que seguramente había ido a la hostería con sus abuelos.

Subirían para ver la famosa Casa de la Bruja, que era la razón de este viaje despistado: tener las fotos que algunos viajantes habían subido a internet y que habían impactado a Bautista. Y quizás otras, las de la silueta que, entre los sahúmos que arden, se presenta y desaparece sin dejar rastros al amanecer.

Al salir, los sahúmos por secar se balanceaban solitarios en el árbol, como un saludo ritual imaginario al pasar frente a ellos. Así lo imaginó Bautista Pérez.

Continuaron camino acompañados por el guía, quien iba relatando con voz pausada lo que sabía del montículo de piedras extraño.

—Ahí no hay ninguna bruja… esas son habladurías de los paisanos…




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