Año X después del gran avance científico.
Aquel día, el mundo se desgarró en un estallido catastrófico. No fue una guerra ni una explosión aislada, sino una sinfonía de colapsos; una implosión del tejido mismo de la existencia. La realidad se fusionó consigo misma, como si el universo hubiera entrado en corto circuito, formando un espejismo distorsionado, tejido por hebras de caos nuclear y pulsos cuánticos fuera de control.
Nueva York, antes cuna del progreso, se convirtió en un cementerio de acero y vidrio. Sus rascacielos majestuosos se alzaban como esqueletos retorcidos, envueltos en fuego verde y partículas flotantes. Algunos fragmentos de edificios giraban lentamente en el aire, atrapados en burbujas de gravedad errática. El cielo, cubierto por nubes fractales, se abría en fisuras por donde se colaban relámpagos en forma de espirales.
Tokio quedó sumida en una cascada de oscuridad. Las pantallas murieron, los trenes bala quedaron suspendidos, y justo antes del silencio total, un maremoto de cien metros emergió como una muralla líquida que devoró todo a su paso. El agua, cargada de residuos tecnológicos, brillaba con luces de neón rotas.
República Dominicana tembló desde sus entrañas. La isla se fracturó como si una entidad dormida hubiese despertado bajo sus montañas. Barrios costeros se sumergieron y la vegetación tropical ardía sin fuego, envuelta en un resplandor cuántico. Desde el cielo, se veían fisuras de luz emergiendo del centro de la isla, como si la tierra sangrara estrellas.
Eldoria, la nación olvidada, desapareció bajo una tormenta púrpura. Su territorio fue consumido por energía cuántica en estado puro. Criaturas transdimensionales de fuego surgieron por segundos, dejando geometrías flotantes que giraban en silencio absoluto. Solo quedó polvo: antimateria suspendida, vibrando en una frecuencia que solo los muertos podrían escuchar.
España se quebró entre el pasado y el presente. En Madrid, los edificios históricos colapsaban al mismo tiempo que torres de vidrio se derretían. Las estatuas cobraron vida por un instante, envueltas en un glitch temporal —una distorsión de la realidad como si todo estuviera fallando digitalmente— que rompía el tiempo en bucles infinitos. El sol ardía con un tono azafrán, y la Alhambra brilló antes de desaparecer en una explosión de datos y cenizas.
China, vasta y resiliente, no pudo escapar. Las megaciudades se fundieron entre sí por fallos en la estructura espacio-temporal. Shanghái, Beijing y Hong Kong se comprimieron en un solo punto, colapsando en una esfera luminosa donde los idiomas se fusionaban, las multitudes se superponían y el tiempo se convertía en un torbellino de pasado y futuro simultáneos.
Francia, patria del arte, vio cómo la Torre Eiffel se disolvía lentamente en partículas doradas que subían al cielo como luciérnagas. París se convirtió en un cuadro surrealista, donde las calles se ondulaban como olas, los relojes se derretían y los fantasmas de la historia recorrían las avenidas gritando en idiomas extintos.
Canadá, cubierto por un frío sobrenatural, fue atrapado en una especie de bucle glacial. Las auroras boreales descendieron al ras del suelo, congelando todo a su paso. Ciudades enteras quedaron atrapadas en bloques de hielo flotantes. Algunos edificios seguían emitiendo señales digitales desde dentro, como si el tiempo se hubiera ralentizado dentro de sus muros.
En Colombia, la selva del Amazonas ardió con llamas invisibles. Bogotá fue elevada por una onda gravitacional, flotando brevemente como una nave antigua antes de caer como polvo sobre los Andes. Desde las costas del Caribe hasta los cafetales, la tierra crujía, cantando una melodía fractal imposible de descifrar.
Venezuela se convirtió en una herida abierta. Desde el Salto Ángel hasta el Orinoco, el suelo se abrió en grietas que escupían lenguas de código binario. Caracas desapareció bajo una niebla espesa, de donde salían susurros y luces que no obedecían las leyes de la física.
Chile, flanqueado por cordilleras y océanos, fue atravesado por un rayo cuántico que recorrió toda su columna geográfica. Santiago se dividió en planos paralelos, donde los habitantes veían versiones alternas de sí mismos. El desierto de Atacama se transformó en una red de espejos que reflejaban futuros posibles… todos con final trágico.
Y sobre todos, la Unión Europea se derrumbó como concepto. Las fronteras se fusionaron, los idiomas se mezclaron en una babel digital, y las ciudades flotaban en el aire como si fueran pedazos de memoria. Una voz, artificial y eterna, repetía en cientos de dialectos:
“Recalculando civilización…”
Los satélites caían. Las redes colapsaban. La gravedad desaparecía por momentos. Humanos, trenes, animales, barcos… todos flotaban, se estrellaban, desaparecían. Barcos flotaban antes de chocar violentamente contra rascacielos. Trenes descarrilaban y eran lanzados al aire. Personas y animales se deslizaban ingrávidos, solo para caer con un impacto brutal.
La tierra fue consumida hacia adentro hasta estallar, esparciendo sus restos en el espacio. Pero de repente, un agujero de gusano apareció, succionándolo todo hacia su interior. Al sumergirse en el fondo del cuásar, l