Dominio

Capítulo 2 - Un nombre maldito

Capítulo 2 – Un nombre maldito

"El poder no se toma, se conquista." – Unknown

El sonido de los tacones de Aria resonaba en el pasillo oscuro de la mansión De Santis. Aunque era imposible escuchar el ritmo de su respiración, sentía cada uno de sus pasos como si estuviera caminando sobre vidrio. La imponente estructura del lugar parecía tragarse el eco de su ansiedad, y sin embargo, ella no podía evitar la sensación de estar siendo observada por cada rincón. Como si la casa misma tuviera ojos.

El pasillo era largo, con paredes adornadas con cuadros de artistas renacentistas, oscuros y cargados de historia, de misterio. Cada paso que daba parecía resquebrajar la quietud de la mansión, el silencio palpable, una quietud que parecía estar hecha de secretos que nadie se atrevía a desvelar. La mansión De Santis no era un lugar de confort; era un monumento a la opulencia fría, al poder absoluto, a un imperio que había sido construido sobre la manipulación, la corrupción y el miedo.

Lucca la había guiado hasta allí en completo silencio, sin prisas, pero con una firmeza que no dejaba espacio a dudas. Los dos se encontraban ahora en la misma tierra de nadie, un territorio que no pertenecía a ninguno de los dos, pero que, por alguna razón, la había atraído más de lo que quería admitir. La atracción hacia él era palpable, pero peligrosa. Aria no podía permitir que esas emociones nublaran su juicio.

Aria miró alrededor. La decoración era todo lo que uno esperaría de una casa de mafia: elegante, ostentosa y fría. Cada mueble, cada cuadro, cada detalle estaba diseñado para impresionar y para recordar a todos que, aquí, las reglas eran distintas. Aquí, el poder no se negociaba, se imponía. Pero aún más inquietante era la sensación de que el poder no solo residía en las paredes de la mansión, sino en el mismo Lucca De Santis, como si todo lo que tocara se convirtiera en su dominio.

—Toma asiento —dijo Lucca, indicándole una silla frente a un escritorio de caoba maciza, donde las sombras caían de forma calculada. Como todo en esa mansión, como todo lo que hacía él.

Aria no se sentó de inmediato. Sus ojos se encontraron con los de Lucca, que permanecían fijos en ella, implacables. La tensión en el aire era palpable, y ella lo sentía en cada fibra de su ser. Estaba atrapada en una telaraña que no había visto venir, pero ahora no podía liberarse. No podía moverse.

Lucca observaba cada gesto, cada tenso movimiento suyo, como si estuviera esperando que cometiera un error, que mostrara vulnerabilidad. Y, a pesar de su intento de control, sabía que estaba muy cerca de serlo. Era imposible ignorar el magnetismo que emanaba de él. Su presencia era tan dominante que parecía absorber el espacio entre ellos.

—¿Qué quieres de mí? —preguntó Aria, finalmente, con una mezcla de desafío y duda en la voz.

Lucca se recostó en su silla con una sonrisa calculada. Su mirada nunca abandonó la de ella, pero hubo algo más en su expresión: un leve destello de satisfacción, como si hubiera anticipado que esa pregunta llegaría más temprano que tarde. Y, aunque intentó mantener la calma, un estremecimiento recorrió su columna vertebral. Algo en él le decía que su vida ya había dado un giro irreparable.

—Tú, Aria... —dijo, bajando la voz un tono, un susurro que parecía cargado de algo oscuro—. Tienes algo que yo quiero. Algo que solo tú puedes darme.

Aria frunció el ceño, no entendiendo a qué se refería. ¿Qué podía tener ella que le interesara a un hombre como él, que controlaba todo lo que tocaba? ¿Una mujer que se había hecho su propio nombre en el mundo del derecho? ¿Una mujer que era la hija de un hombre con tantas deudas como secretos?

Lucca, como si leyera su mente, sonrió nuevamente, un gesto que no hizo más que incrementar su desconcierto.

—Tu padre... —empezó, y esa palabra hizo que el estómago de Aria se hundiera—. Está en mi deuda, Aria. Y tú, en este momento, eres la pieza que puedo usar para cobrarla.

El corazón de Aria dio un vuelco. La traición estaba al acecho, lo sabía, pero aún no podía imaginar cuán profundo estaba el abismo en el que su padre la había metido.
—No. —Las palabras salieron de sus labios como un suspiro. Estaba en shock, pero intentó mantener la compostura.
—Mi padre no tiene deudas contigo. O, al menos, no conmigo.

Lucca se levantó de su silla, caminó hacia ella con una calma inquietante. Su paso era seguro, como si estuviera caminando por su propio territorio, y el aire entre ellos se volvía más denso con cada segundo que pasaba. Se detuvo justo frente a ella, mirando sus ojos, buscando su alma, como si esperara que algo en su expresión se rompiera.

—Tu padre ha jugado con demasiados hombres equivocados —dijo, su voz como una sentencia, profunda, sin piedad—. Y no tiene mucho tiempo antes de que yo cobre mi parte. Pero ahora, tu parte en este trato... ya ha comenzado.

Aria intentó controlar su respiración. La furia y el miedo se mezclaban dentro de ella, pero sabía que, en ese momento, no podía hacer nada para detener lo que ya estaba en marcha.
—¿Y qué quieres que haga? —preguntó, su voz más baja de lo que hubiese querido. Había dejado de ser una pregunta desafiante, y más bien sonaba como una rendición, una aceptación amarga de lo que se estaba desarrollando frente a ella.

Lucca la miró con una sonrisa oscura, ladeando la cabeza ligeramente. Su mirada se suavizó, pero solo lo suficiente para crear la ilusión de amabilidad.

—Lo primero que quiero —dijo él, bajando la voz a un susurro—, es que trabajes para mí. Excepcionalmente, y solo por un tiempo. Seis meses, para ser exactos.

—¿Seis meses? —Aria dio un paso atrás, retrocediendo en sus propios pensamientos. La incredulidad era evidente en su voz. ¿Seis meses? ¿Qué diablos esperas que haga en seis meses? Ella no podía creer lo que estaba escuchando. Seis meses para qué, exactamente?




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