Dónde arde la nobleza.

Bienvenido a tu infierno, alteza.

Los aplausos estallaban en la sala. Todo era brillante. Luces, sonrisas, promesas. Parecía una de esas escenas que una niña sueña cuando juega a las princesas. Solo que esto… no era un sueño.

Era una pesadilla a punto de comenzar.

Yo estaba ahí, de pie, rodeada de gente que no me conocía, que solo me miraba por el apellido que llevaba. Mi vestido apretaba en el pecho, el corsé dolía, pero me mantenía recta. Digna.

Hoy cumplía dieciocho. Y todos estaban aquí por eso.

Y por Vladimir.

El príncipe, mi prometido. El hombre que durante años creí que terminaría por quererme, aunque fuera un poco. El mismo que ahora se levantaba, copa en mano, mirando al mundo como si fuera su maldito escenario.

—Atención —dijo, y el murmullo se apagó.

Como si su voz tuviera el poder de parar corazones.

El mío lo hizo.

Lo supe incluso antes de que hablara.

—Hoy quiero anunciar algo importante —

siguió. Su tono era... orgulloso. Como si estuviera regalándonos una noticia gloriosa—. A partir de este momento, declaro anulado el compromiso entre la señorita Helena Von Esten y yo.

Sentí como si alguien me hubiera arrancado el aire de los pulmones. Me tambaleé.

No...

No.

—He decidido seguir mi corazón —continuó—. Amo a otra mujer. Su nombre es Natasha… y trabaja como conserje en el palacio.

Un murmullo. Luego risas. Después, cuchicheos venenosos.

Yo… no podía moverme. Solo pensaba: ¿Por qué?

¿Por qué, si te di todo?

Te amé. Me callé. Aguanté tus desplantes, tus desprecios.

Renuncié a mi orgullo, a mi dignidad… solo para ser suficiente.

¿Y así me lo pagas?

Me quedé allí mientras todos me miraban. Como si fuera el chiste de la noche.

Y entonces, me rompí. Salí corriendo. Ni siquiera recuerdo por dónde. Solo quería escapar.

---

La mansión estaba en silencio cuando llegué. Pero no por mucho.

—¡Eres una vergüenza! —rugió mi padre en cuanto crucé la puerta. El conde Von Esten. Mi padre. El hombre que me vendió como un adorno real.

—Ni siquiera pudiste cumplir tu único propósito —escupió—. Fuiste criada para ser una buena esposa… ¿y ni eso lograste?

—Padre… —musité, pero no me escuchó.

—Eres una estúpida. Una mujer mal hecha. No mereces este apellido —y con eso, señaló la puerta—. Fuera de esta casa.

No lloré.

No valía la pena.

---

Los años pasaron lentos. Con hambre. Con frío. Con insultos de extraños y noches durmiendo en callejones.

Fui nadie.

Solo una mendiga más.

Hasta que mi cuerpo ya no resistió.

Y allí, tendida bajo la lluvia, con los ojos nublados y el alma hecha trizas, susurré lo único que aún me quemaba por dentro:

—Desearía volver a tener una oportunidad más...

—Desearía jamás haber aceptado lo que me propuso mi padre...

Y cerré los ojos.

Por fin.

Pero algo… no estaba bien.

---

Los volví a abrir.

Había techo. Una lámpara colgaba sobre mí. Las paredes eran las mismas. Mi cama. Mi espejo. Todo… igual.

Corrí hacia el reflejo.

—No puede ser… —susurré.

Era yo.

Pero con unos catorce años.

Un año y un poco más, antes del compromiso. Un año antes de todo.

Me toqué la cara, el cabello, el cuello.

—Estoy viva...

Estoy de vuelta.

Y esta vez…

—Esta vez no seré tu perra, Vladimir —

escupí, con los ojos brillando de furia—.

Te voy a hundir. Aunque tenga que convertirme en tu peor infierno.

Me quedé frente al espejo por varios minutos. Tocándome la cara como si pudiera disolverme en cualquier momento.

No era un sueño. No lo era.

Estaba aquí. Otra vez. Con catorce años.

Y entonces lo recordé.

—Si no me equivoco… —murmuré—, en estos días mi padre y yo tenemos una cita de té con el rey… y con él.

Mi estómago se encogió.

Ese día lo voy a conocer.

A Vladimir.

Tragué saliva. La última vez fui una niña dulce, educada, bien entrenada.

Una marioneta lista para ser entregada. Pero esta vez… no.

Respiré hondo.

—Y si no mal recuerdo, en este momento mi padre y yo nos llevamos bien… —susurré.

Así que no habría problema si bajaba al comedor. Me verían como siempre: obediente, encantadora, útil.

Mis pies tocaron el frío mármol de los pasillos y algo dentro de mí se reactivó. No era solo nostalgia.

Era rabia disfrazada de calma.

Abrí las puertas del comedor sin tocar. Nadie me esperaba.

Pero ahí estaban.

Mi padre, Von Esten, leyendo el periódico como si el mundo le debiera todo.

Mi madre, Anastacia, con una taza de té perfectamente sostenida entre los dedos, silenciosa como una sombra.

Y mi hermana, Amelia… con su moño torcido y las mejillas infladas de pan con miel. Tenía once años. Todavía creía que el mundo era justo.

Me quedé en el marco de la puerta.

Algo dentro de mí dolía.

Eran ellos. Tan vivos. Tan reales. Tan míos…

y tan ajenos al infierno que me esperaba.

Lo único que pude decir fue:

—Buenos días.

Mi voz sonó tranquila.

Firme.

Pero por dentro, temblaba.

Mi padre levantó la vista.

Y sonrió.

—Buenos días, hija. ¿Dormiste bien?

Sí, pensé. Dormí lo suficiente como para volver a esta maldita historia… y reescribirla desde el principio.

—Perfectamente —respondí, con una sonrisa que no me alcanzó los ojos—.

Hoy me siento... diferente.

Y lo decía en serio.

Porque esta vez no iba a esperar a que Vladimir me humillara.

No iba a ser una chica buena.

Iba a ser la versión de mí que él jamás podría controlar.




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