La cena ardía todavía en mi garganta. No por el vino —ese había sido perfecto—, sino por las palabras de Vladimir, que se deslizaron por mi garganta como veneno espeso. Y yo, como una tonta, me lo tragué todo.
Subí las escaleras sin emitir un solo quejido, aunque el hombro latía con cada paso. No grité. No lloré. Guardé el dolor como una daga entre los dientes
Pensé en mi jardín. En ese rincón sagrado donde aún era mía. Donde nadie me tocaba. Donde podía florecer sin permiso.
Me desnudé sin delicadeza, dejando caer el vestido como si también pudiera quitarme la corona podrida que me pusieron desde que nací.
Tomé el pasillo trasero, en silencio. La noche me abrazó como una cómplice vieja, como si supiera que esta vez no buscaba paz… sino rabia.
Y ahí lo vi.
Mi jardín. El banco donde solía leer, partido como un castigo.
Mi libertad.
Destruido.
No arruinado por el tiempo, no marchito por el olvido... No. Esto era intencional. Violento. Personal.
Lirios arrancados como si fueran enemigos. Rosas aplastadas como si alguien hubiera querido que sangraran.
Los arbustos, mutilados.
La fuente decapitada.
El alma del jardín, arrancada de cuajo.
Me arrodillé. Sentí las espinas atravesarme la piel, pero no dolía.
Lo que dolía… era saber que alguien me odiaba lo suficiente para destruir lo único que me hacía bien.
Y entonces, lo escuché.
—Qué lástima. Era un jardín bonito.
Su voz era una mezcla perfecta de aburrimiento y desdén, como si estuviera contándome un chiste malo que él ya había escuchado mil veces.
Me giré tan rápido que el mundo giró conmigo.
Ahí estaba.
Vladimir Volkov.
Como un dios ególatra caminando sobre mortales, vestido en oscuridad y desprecio.
Manos en los bolsillos, sonrisa torcida, mirada que quemaba más que su lengua afilada.
—¿Qué haces aquí? —mi voz tembló, pero se endureció como una daga afilada.
—Espiándome.
—¿Yo? ¿Espiándote? No me hagas reír —dijo con una sonrisa burlona—. Solo disfruto de la noche... y del espectáculo lamentable que eres.
Sentí las palabras como un golpe en el pecho. Pero no retrocedí.
—¿Fuiste tú?
Él bufó, como si mi acusación fuera un insecto insignificante.
—¿Yo? Jamás desperdiciaría mi tiempo destruyendo cosas que no valen ni una fracción de mi atención. Aunque debo admitir que destruir tus ilusiones me entretiene más.
—No juegues conmigo, Vladimir.
Su sonrisa se amplió, cruel y narcisista, como si estuviera disfrutando de cada segundo de mi agonía.
—Mira, princesa, la verdad es que te necesito tanto como necesito respirar. Pero la verdad también es que eres una molestia deliciosa. Un rompecabezas aburrido que me divierte desarmar.
Se acercó despacio, demasiado confiado, dominando el espacio como un depredador dueño de su presa.
—Si realmente te odiara, ¿crees que perdería mi tiempo contigo? No, simplemente te anularía. Pero contigo… disfruto jugar.
Un escalofrío recorrió mi espalda. No por miedo, sino por la certeza de estar atrapada con alguien que se deleita en hacerme daño.
—Entonces, ¿fuiste tú?
—No. No esta vez. Pero la próxima, quién sabe —susurró con una sonrisa que destilaba amenaza—. Porque no soporto verte sonreír sin mi permiso.
—¿Te molesta que sonría?
Él ladeó la cabeza, fingiendo reflexión, pero su voz rezumaba arrogancia.
—Me molesta que creas que eres libre. Que algo en este mundo pueda pertenecer a ti. Mi mundo.
—No puedes controlarme para siempre.
—Oh, pero ya lo hago —replicó, acercándose lo suficiente para que pudiera oler su arrogancia—. Estoy en tu sangre, en tu sombra, en cada pensamiento que no te atreves a decir en voz alta.
—Eres repugnante.
—Soy indispensable.
Se agachó, tomó un lirio roto, lo sostuvo entre los dedos con una delicadeza perturbadora, y luego lo aplastó lentamente, dejando que la savia manchara su piel.
—Los lirios también sangran, princesa. Y créeme, su sangre es mucho más dulce cuando nadie la ve.
Tiró el tallo al suelo y se dio media vuelta.
—Por cierto, cierra mejor esa puerta trasera. No todos los enemigos llevan corona o capa. Algunos solo observan y esperan el momento justo para arrancarte de raíz.
Se fue.
Sus pasos se desvanecieron como una tormenta que arrasa sin piedad ni remordimiento.
Caí de rodillas, las manos temblando, la garganta apretada por una rabia que ya no podía callar.
Entonces el viento trajo algo hacia mí.
Un papel.
Una nota.
Tres palabras.
Caligrafía perfecta.
Tinta negra, tan oscura como su alma.
“Esto fue un aviso.”
No firmada.
Pero no hacía falta.
Sabía perfectamente quién había enviado ese mensaje.
Esta vez… no iba a quedarme callada.
–––
Destruyeron mi jardín.
No por accidente.
No por castigo divino.
Lo destruyeron por placer.
Por poder.
Por ver si aún me atrevía a sonreír después de que me arrebataran lo único que era realmente mío.
Fue un acto de guerra.
Y yo… en vez de llorar, florecí.
Ya no soy la niña de cabellos suaves que buscaba consuelo entre lirios blancos y cuentos rotos.
Esa murió la noche en que el mármol se quebró bajo las botas de un idiota con complejo de dios.
Ahora soy otra cosa.
Algo que no se cultiva.
Algo que no se toca sin sangrar.
Soy arte venenoso.
Soy belleza con colmillos.
Y esta vez, no vine a suplicar… vine a devorar.
–––
La venganza no se grita.
Eso lo hacen las niñas débiles.
Las mujeres como yo la susurran entre copas, la disuelven en caricias, la siembran bajo la piel de quien cree tener el control.
Por eso elegí a Dimitri Volkov.
El primo obediente.
El perro faldero de Vladimir.
Leal, torpe… y deliciosamente fácil de manejar.