La habitación huele a medicinas, rosas secas y a mi propio orgullo herido.
Mis huesos laten. El vendaje en el muslo me aprieta como un recordatorio constante de que alguien quiso matarme… y no lo logró.
Entonces tocan la puerta, suave, apenas audible.
—¿Puedo pasar?
Reconozco la voz antes de verla. Dimitri.
Entra con pasos inseguros, como si temiera romperme con la mirada.
En sus manos lleva una botella envuelta en tela oscura.
—Vine a dejarte esto. No quiero molestarte.
La deja sobre la mesa, junto a mis flores marchitas.
Tomo la botella con lentitud. El cristal es negro, la etiqueta manuscrita.
—¿Un vino? Qué detalle… trágico —susurro, alzando una ceja—. Aunque quizás un poco pronto para celebrar, ¿no?
Él sonríe, incómodo.
—Es de la reserva privada de mi familia. Pensé que te haría bien tenerlo. Para cuando te recuperes por completo.
—Entonces lo guardaré. No pienso probarlo con este cuerpo hecho trizas —le digo, más para probarlo que por cortesía.
Y ahí sucede.
Un leve cambio. Sus labios se tensan.
Su mirada cae un segundo.
—No… no lo compartas con nadie —dice—. Y tómalo solo cuando yo esté contigo. ¿Sí?
La petición me descoloca un segundo. Lo observo con más atención.
—¿Por qué? ¿Planeas brindar conmigo? ¿O asegurarte de que lo tome?
—Nada de eso —responde rápido—. Solo… me gustaría estar ahí. Eso es todo.
Le sonrío, pero ya estoy sospechando.
—Está bien. Lo tomaré contigo. Solo contigo.
Y él se va, satisfecho.
Pero yo no.
Porque nadie entra con vino a la habitación de una mujer herida sin traer algo más que uvas fermentadas.
Y yo… ya aprendí a oler el veneno en los regalos más dulces.
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Han pasado dos meses desde la caída.
Puedo caminar, aunque mi hombro aún duele como si Drizella me lo recordara con sus uñas invisibles. A veces, el dolor me despierta en mitad de la noche. No grito.
No lloro.Solo aprieto los dientes y respiro como si pudiera calmar el fuego con el aire.
Pero hoy… hoy no fue el hombro lo que me hizo arder.
—¿Cómo que en un mes me iré a vivir con los Volkov? —pregunté entre dientes, mientras mi madre evitaba mirarme directamente.
—Es parte del compromiso. Es lo correcto, hija. Debes adaptarte...
No escuché más. Subí las escaleras con la rabia latiendo en mis pasos.
Empujo la puerta de mi cuarto y entro sin mirar. Quiero destrozar algo, romper espejos, gritar hasta quedarme sin voz.
—¡Malditos sean todos!
—Vaya, qué bienvenida —dice una voz tranquila desde la penumbra.
Me detengo en seco.
Dimitri.
Está sentado junto a mi ventana, en una silla ornamentada, como si esperara desde hace horas. Una pequeña mesa frente a él. Dos copas. Una botella.
El vino.
Mi cuerpo se tensa de inmediato.
—¿Qué haces aquí?
—Te esperaba —dice, alzando una copa—. Te prometí que beberíamos juntos, ¿recuerdas?
Miro las copas. El color del vino es profundo, como sangre espesa.
—¿Qué le pusiste?
—Nada —responde con una sonrisa leve—. Pero si te hace sentir mejor…
Y sin dudarlo, lleva la copa a sus labios. Bebe.
Mis ojos no se apartan de su rostro. No tiembla.
No se retuerce. No cae.
Eso me basta.
Tomo la otra copa.
—Salud —digo con frialdad, antes de beber el primer trago.
El líquido es cálido. Fuerte. Como fuego que baja lento por la garganta. Me recuerda que aún tengo el control. Que sigo viva.
Dimitri me observa, y por un segundo, creo ver algo más en su mirada.
¿Culpabilidad? ¿Deseo? ¿Ambición?
No importa.
Porque, aunque lo haya bebido… sigo preguntándome qué demonios me dio.
Y si esta copa fue un regalo…
¿o una sentencia que aún no ha hecho efecto?
El sabor del vino es más amargo de lo que recordaba.
Me recuesto contra el respaldo, sintiendo cómo el líquido me araña por dentro, como si tuviera garras. La copa tiembla en mi mano, aunque no sé si es por el contenido… o por él.
Dimitri.
Sentado frente a mí, con esa sonrisa pulida, casi dulce, casi noble...
Tan falsa como su lealtad.
Sus ojos no parpadean. Observan. Calculan.
—Estoy... solo un poco cansada —susurro, llevando una mano al cuello.
Un sudor helado me recorre la espalda.
Y entonces él se acerca.
—Lo hice por ella.
La frase cae como una daga.
—¿Qué... dijiste? —pregunto, pero las palabras suenan lejanas, como si mi boca ya no me perteneciera.
Su figura se distorsiona.
Me pongo de pie bruscamente, pero el suelo se inclina bajo mis pies como un océano desobediente.
Caigo de rodillas. La copa rueda y se estrella contra el mármol.
Y todo se oscurece.
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Un chirrido.
Un vaivén.
Un crujido de ruedas sobre piedra.
Abro los ojos con dificultad. Todo gira.
Estoy en un carruaje.
El cuero del asiento me pega a la piel húmeda. No reconozco nada. Solo sombras, el olor de la madera húmeda… y una figura frente a mí.
—¿Quién…? —intento decir, pero mi lengua es de plomo.
La figura me observa. Su rostro se oculta tras una sombra inquietante.
La figura se mueve. Levanta algo.
Un bate.
El golpe es seco. Brutal. No tengo tiempo de gritar.
Oscuridad.
–––
Cuando despierto, el silencio es absoluto.
Estoy en un lugar frío. Oscuro.
Un almacén.
Mis muñecas y tobillos están atados con fuerza. Hay algo en mi boca, duro, asfixiante.
El sabor metálico de la sangre me arde en la lengua.
Y entonces lo comprendo.
Esto ya no es una fiesta.
Ya no es un juego.
Esto es guerra.
Y estoy cautiva.
–––
Un chirrido.
La puerta.
La luz entra como un cuchillo viejo. Apenas alumbra, pero duele.
La figura que cruza el umbral es gruesa, sucia, con olor a sudor rancio y piel curtida por la impunidad.