Dos semanas.
Quince días completos sin noticias.
Catorce amaneceres insoportables sin escuchar la voz chillona de Helena, que tanto se esfuerza en sonar firme.
Y aún más insoportable… es la ausencia de su arrogancia. Esa absurda altivez con la que cree que puede desafiarme, como si no entendiera que su sonrisa solo existe si yo lo permito.
—Tsk —chasqueé la lengua, dejando la copa de vino a medio terminar sobre la mesa.
El fuego chispeaba en la chimenea, pero no lograba calentar la incomodidad que me recorría el cuerpo. Mi reflejo en el cristal de la ventana me devolvía la imagen de un hombre impecable, aunque con el ceño fruncido por el fastidio. Un príncipe no debería perder tiempo esperando por lo que ya le pertenece.
—¿Dónde diablos estás, Helena? —murmuré.
No creo que sea tan inútil como para no salir de esta. A menos, claro, que se haya quebrado en algún rincón del bosque como una muñeca de porcelana barata… o esté muerta.
Aunque dudo que la muerte quiera tener que lidiar con alguien tan testaruda.
La puerta se abrió de golpe.
—¡Mi señor! —un muchacho jadeante entró como si el mundo se acabara—. Noticias… ya la han encontrado. A la princesa. Está de vuelta.
Me levanté de inmediato, la silla rechinando sobre el mármol.
—¿Quién lo hizo? —pregunté con voz afilada.
El muchacho titubeó, sudando.
—Fue… fue Dimitri, señor. Él la secuestró. Pero nadie entiende cómo regresó. Helena llegó con un muchacho… un completo desconocido. Nadie sabe quién es.
Mi mandíbula se endureció. El pecho se me comprimió con una rabia gélida. Apreté los puños. Y antes de pensarlo, el golpe ya había estallado contra la pared.
El eco del impacto resonó por todo el salón.
—¡Sal de mi vista! —le grité al sirviente, quien huyó tambaleándose, blanco como la cal.
Inspiré despacio. Exhalé con control.
No podía permitir que me vieran alterado. Un Volkov no pierde la compostura… al menos no por mucho tiempo.
Me giré hacia la ventana. La silueta familiar apareció en el alféizar, sin hacer el más mínimo ruido.
—Leonera —dije, con una sonrisa envenenada—. Qué puntual.
La chica se deslizó con la gracia de un espectro, inclinando la cabeza con respeto.
—Descubre dónde está Dimitri —ordené, sin levantar la voz—. Y llévalo... ya sabes dónde.
Leonera asintió. Silenciosa. Letal.
—Quiero verlo en menos de una hora —añadí con un suspiro de tedio—. Y, Leonera...
Ella se detuvo en seco, aún sin girarse.
—Dile que, al fallarme, no solo desobedeció a un príncipe… firmó su sentencia con tinta de traición. Que se prepare para desaparecer con estilo.
La ventana se cerró tras ella con un leve clic.
Volví a mi asiento y crucé las piernas con elegancia. Helena había vuelto. Viva.
Y eso solo podía significar una cosa: el juego... acaba de comenzar.
–––
El eco de los gritos de Dimitri aún parecía flotar entre los muros, pero el castillo ya había vuelto a su silencio habitual. Uno engañoso. Pulcro por fuera, podrido por dentro.
En la sala del trono, el ambiente era una tormenta contenida.
—¡Esto ha sido un escándalo público! —tronó el rey, golpeando con el puño sobre el brazo del trono—. ¡Mi hija, secuestrada, arrastrada por el bosque, regresando con un don nadie! ¿Qué pensarán los reinos vecinos? ¿Que somos vulnerables?
La reina, sentada a su lado, cruzó las manos sobre su regazo con una elegancia feroz.
—Lo que pensarán es que tú la perdiste. Que una princesa tuvo que encontrar su camino de regreso sola. Y lo hizo. No gracias a ti, ni a tus soldados.
—¡No vuelvas a hablarme así frente a los consejeros! —rugió el rey, aunque sus palabras rebotaron contra el temple frío de la reina.
Uno de los ministros tosió con incomodidad. Otro fingió leer unos papeles. El ambiente era tan tenso que ni los tapices se atrevían a moverse con el viento.
Entonces, sin ser anunciado, las puertas se abrieron.
—Mis disculpas por la interrupción —dijo Vladimir Volkov, caminando con paso lento pero seguro, como si el trono lo esperara.
—No has sido convocado —gruñó el rey, sin mirarlo.
Vladimir se inclinó con una reverencia impecable.
—Y, sin embargo, aquí estoy. Porque mi deber como prometido de la princesa es velar por su integridad. Y, claro, por la reputación de esta corona.
La reina se puso de pie.
—¿Velar por su integridad? ¿Eso dices tú? ¿Dónde estabas cuando la arrastraron al bosque como a un perro?
Vladimir sostuvo su mirada sin parpadear, con esa calma de los que saben que nadie puede tocarlos sin mancharse.
—Buscándola. Día y noche. A diferencia de otros… no descansé hasta tener noticias. No puedo decir lo mismo de ciertos soldados que "perdieron el rastro".
El rey se llevó una mano a la frente, frustrado.
—No es momento de culpas. Necesitamos orden. Seguridad. Control.
—Y autoridad —añadió Vladimir, dando un paso al frente—. Su Majestad… es precisamente eso lo que vengo a ofrecer.
El silencio se hizo. Hasta la reina enmudeció.
—Mi familia puede poner a disposición una fuerza doble de guardias para resguardar los límites del reino. Nadie más osará tocar a la princesa. Ni a nadie con su sangre.
—¿Y qué esperas a cambio? —preguntó la reina, con un veneno fino en la lengua.
Vladimir sonrió, lento. Como quien sabe que la presa ya está atrapada.
—Solo lo que ya me pertenece. El derecho de proteger lo que será mío… antes de la boda.
El rey lo miró largo rato. Luego, con resignación o estrategia —era difícil saberlo—, asintió.
—Se te concederá autoridad militar temporal sobre las patrullas del Este. Y acceso completo a los archivos sobre el secuestro.
—Majestad —intervino uno de los consejeros, nervioso—. ¿Está seguro de que es prudente otorgar tanto poder a un solo hombre…?
—¡¿Y qué sugieres tú?! —bramó el rey—. ¿Que sigamos pareciendo débiles?