Drizella no gritó.
Ni siquiera cuando su rostro chocó contra el barro húmedo y su ceja se abrió como un fruto podrido.
Sangró, sí. Bastante.
Pero no gimió.
No pidió ayuda.
Solo río.
Una risa rota, descompuesta.
Como si no le importara la soga en las muñecas ni el filo de la daga que yo sostenía.
Como si supiera que, aunque la entregara, ella ya había ganado.
Thair la sujetaba por el cuello. La empujó contra el muro podrido de la cabaña mientras yo me acercaba, envuelta en la niebla de mi propio odio.
—Te ves hermosa así, princesa —escupió Drizella—. Sucia. Con barro hasta las uñas. Te queda bien el papel de verdugo.
La miré. A los ojos.
Ojos de serpiente.
Y me vi reflejada en ellos.
No… no era eso lo que quería.
—Yo no soy una rata asquerosa como tú —susurré con voz baja, firme, la daga aún en mi mano—. No necesito mancharme para destruirte.
—¿No? —soltó una carcajada ahogada—. Entonces no has aprendido nada.
Guardé la daga. No por miedo. Sino por orgullo.
—Me das asco —le dije—. Pero lo que más odio… es que todavía te recuerdo.
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Horas después, Drizella fue encerrada. En lo más profundo del castillo. Donde el aire huele a óxido y hay manchas en las piedras que ya nadie intenta lavar.
Los guardias no hicieron preguntas.
Solo obedecieron.
Y yo regresé a mi cuarto, sintiéndome… vacía.
Como si algo me faltara.
Justo cuando no maté a Drizella.
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La primera pesadilla llegó esa misma noche.
Estaba sentada en la mesa del comedor. Con mis vestidos. Mis anillos.
Y al otro extremo, yo. Pero no era yo. Era ella.
Drizella con mi rostro.
Comiendo carne cruda con los dedos.
Y riéndose.
—Gracias por todo, princesa. El lugar es mío ahora.
Intenté gritar. Pero mi lengua estaba cosida.Sentía los hilos tensarse cuando abría la boca.
Sangraban.
Mi vestido blanco se tiñó de rojo.
Desperté con la almohada empapada.
Las sábanas arrugadas.
Y las uñas… cubiertas de sangre.
Me había arañado la cara mientras dormía.
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A la tercera noche, ya no había diferencia entre el sueño y la vigilia.
Empecé a ver manchas en las paredes.
Oscuras.
Irradiaban un olor metálico, dulce, enfermizo.
Durante la cena con mis padres, vi a Drizella pasar entre los sirvientes. Nadie más la notó.
—Helena, estás pálida —dijo mi madre.
—Estoy bien —respondí. Pero mi voz no era mía. Era hueca.
Por las noches, su voz me perpropseguía.
Susurraba desde el lavabo, desde las grietas del suelo.
"Eres igual que yo. Solo más delicada."
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Una noche, la peor de todas, soñé que la mataba
Pero no con una daga.
Con mis propias manos.
La asfixiaba contra una pila de platos rotos, su boca escupía cristales, y su garganta hacía ruidos burbujeantes.
La sangre salía en borbotones, tibia, negra.
Y yo reía.
Dios.Reía.
Desperté con las manos apretadas contra el cuello.
El mío.
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Luego vino lo peor.
La noche que no terminó.
La noche que, hasta hoy, aún no sé si fue real.
Me levanté descalza, empujada por el frío. Caminé hasta el baño.
El castillo estaba en silencio.
Demasiado.
El tipo de silencio que grita.
Encendí una vela. La flama parpadeó como si no quisiera ver lo que yo iba a hacer.
Mi reflejo en el espejo me miraba con desprecio.
Pero no era yo.
Era ella.
Drizella con mi cara.
Con mis ojos.
—Esto es un sueño —murmuré—. No es real. Solo tengo que despertar.
Ella sonrió.
—Entonces hazlo, princesa. Despiértate.
La daga ceremonial seguía en el lavabo. Una reliquia de guerra. Romántica. Sucia.
La tomé.
El frío del metal me sacudió el brazo.
Pesaba. Como un castigo.
—Despierta —me dije otra vez.
Y lo hice.
O eso creí.
Corté.
De lado a lado.
La sangre brotó en hilos gruesos, calientes, veloces.
Más de lo que pensé.
Más de lo que un sueño debería permitir.
Me miré en el espejo mientras la vida me abandonaba.
Y por primera vez...
Ella ya no estaba.
Solo yo.
Yo… desangrándome en mi baño.
Mis rodillas temblorosas.
La vela apagada.
Mi vestido de dormir empapado.
Me arrastré. Golpeé la puerta. Nadie vino.
Intenté gritar, pero solo burbujas de sangre salieron.
> Vladimir no está…
Thair no vino...
Estás sola.
Mis dedos rozaron el pomo de la puerta, pero ya no había fuerza.
Me tumbé sobre el charco.
El mármol me robaba el calor.
Los latidos en mi cuello eran lentos…
…lentos…
………………lentos.
Y antes de cerrar los ojos por última vez, escuché pasos.
O quizá los imaginé.
Y una voz.
Su voz.
—¿Quién fue tu verdadero verdugo, princesa?
–––
Los pasos resonaron contra el mármol.
Furiosos. Apresurados.
El castillo seguía en silencio, pero algo en él ya estaba muerto.
Vladimir abrió la puerta con violencia.
El pestillo saltó.
La madera crujió.
Y el olor a sangre lo golpeó de inmediato.
—Helena… —susurró.
Ella yacía en el suelo, pálida como una flor marchita.
Su camisón blanco estaba empapado de rojo.
La daga aún en sus dedos, y la vela apagada junto a su cuerpo.
Por un segundo, Vladimir no se movió. Se quedó allí, paralizado, como si su alma estuviera siendo arrastrada por la sangre que goteaba hacia las baldosas.
Después, cayó de rodillas.
La tomó entre sus brazos con desesperación.
La cabeza de Helena colgaba como la de una muñeca rota.
—Princesa… —su voz se quebró—. Eres una maldita idiota… ¿cómo pudiste hacer algo así?
Ella apenas abrió los ojos. Sus pupilas bailaban. Su aliento era escaso, frágil.