Dónde arde la nobleza.

Bestia.

Han pasado dos semanas.

Eso dicen ellos. Como si el tiempo sirviera para sanar algo que sigue latiendo podrido adentro. Como si el conteo de días pudiera coser los pedazos que me arrancaron. Las cadenas han sido reemplazadas por un lazo decorado, como si la represión ahora tuviera buen gusto. Un lazo de tela suave rodeando mis muñecas. Qué estúpida ternura.

Me dejan caminar por el cuarto. Me dan ese "privilegio" por mi supuesto buen comportamiento. Me sonríen como si fuera una niña que aprendió a no gritar en público.

Falsos. Todos.

Falsa yo.

Sonrío también, a veces incluso río. Hasta les doy las gracias con mi mejor voz de princesa rota. Y por dentro solo pienso en qué arteria cortar primero cuando tenga un tenedor entre las manos.

No estoy mejor. Solo soy mejor mintiendo.

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Me acosté temprano. El cielo estaba naranja cuando cerré los ojos, y mi piel aún ardía por dentro. No quería dormir, pero el cuerpo me traicionó. Como siempre.

Y en el sueño... dejé de ser humana.

Patas gruesas. Mandíbula con colmillos. Pelaje oscuro como el odio que ya no puedo sostener. Me movía entre árboles gigantes, los olores me enloquecían. Me sentía libre por primera vez. Por fin... sin cuerpo, sin reglas, sin nombre.

Y entonces ella apareció.

Drizella.

Con su vestido arrugado, sus manos manchadas, su cuello limpio. Me miró y dijo con esa voz espesa como el veneno:

—Atrápame, perra.

Corrí tras ella. Las patas se hundían en el barro. La oía reír, una risa de cristal que me raspaba los oídos. Pero corría más rápido. Iba a alcanzarla. Iba a arrancarle los ojos. Quería lamerle la garganta solo para saborear su miedo.

Y de pronto, el suelo desapareció.

Un barranco.

Caí.

El viento me desgarraba los costados. El grito se rompió en mi garganta antes de que pudiera terminar de nacer.

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Desperté gritando.

Mi cuerpo estaba empapado. Las sábanas parecían babosas. Mis manos temblaban como insectos rotos. Sentí que me ahogaba, que alguien me estaba enterrando viva.

Kerry estaba ahí, como siempre, como un perro fiel disfrazado de enfermera.

—¿Está bien, princesa? Voy por un paño frío. Está muy sudada…

No. No te vayas.

Pero no pude decirlo. El aire no entraba. El pecho se me cerraba como una trampa. Me arañé la garganta. El temblor se volvió sacudida. Los colores del cuarto empezaron a derretirse. La puerta se alargaba como si quisiera tragarme.

Me desmayé.

O algo así.

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Volví al sueño. Pero ya no era un bosque. Era un prado. Verde, asquerosamente pacífico. Pero yo seguía siendo eso. Una bestia. Olía a sangre. Tenía trozos de carne seca entre los colmillos.

Y ella volvió.

Drizella.

Sin miedo esta vez.

Con la misma sonrisa de siempre. Hipócrita, perfecta. Me miró con lástima.

—Pobrecita Helena... mírate. Te volviste exactamente lo que juraste destruir.

Le gruñí. Avancé. Ella extendió la mano, como si fuera a bendecirme.

Pero no.

Me lancé.

Le mordí el cuello. Fuerte. Con hambre. Escuché cómo la piel se rompía, cómo su carne se soltaba. Sangre caliente. El sonido de su grito fue como una sinfonía. Lo mejor que he escuchado desde que nací.

No paré. Mordí. Masticaba. Reía. Reía con la boca llena.

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Desperté.

Pero la sangre seguía.

No era Drizella.

Era Kerry.

Su cuello tenía una mordida abierta, chorreando rojo. Sus ojos me miraban con una mezcla horrible: pánico, decepción, compasión.

—¡Ayuda! ¡Por favor!

Yo también grité. Grité tan fuerte que sentí los dientes crujir. Me acorralé en la esquina como una alimaña, con los labios aún calientes, las manos temblando. No sabía si estaba despierta.

La puerta se abrió de golpe.

—¡¿Qué carajos pasó aquí?! —entró el doctor, el idiota ese que siempre me mira como si fuera un objeto dañado.

Miró la sangre. Miró a Kerry en el suelo, llorando. Me miró a mí.

—Eres una maldita perra loca —dijo. Su voz fue un golpe.

Y luego, el verdadero golpe.

Me empujó.

Mi espalda chocó contra una mesita, y luego la cabeza dio con un jarrón de porcelana.

El crujido fue seco. Algo se quebró. No sé si fue el jarrón o yo.

Todo se volvió negro.

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No sé si estoy dormida.

No sé si aún soy humana.

No sé si merezco despertar.

Pero si despierto…

Alguien va a pagar.




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