No sé si sigo viva o si ya estoy en el infierno.
Pero aquí huele a culpa.
A piedra mojada, a metal viejo, a locura.
Hay lugares que no existen los mapas,
Pero sí en las mentes rotas.
Este cuarto es uno de ellos.
–––
Pero esta vez, algo era diferente.
No era el cuarto. No era la cama.
Era la camisa. Una camisa de fuerza.
Blanca, áspera, apretada como si alguien quisiera aplastar mi pecho contra mi espalda.
No podía moverme. Ni las muñecas. Ni los dedos. Solo la mirada.
El lugar no tenía ventanas. Las paredes eran de piedra húmeda, como una tumba. Había una única puerta de metal.
Y alrededor…
Cruces.
De madera.
Una en cada esquina. Otra sobre la puerta.
Dos más clavadas al suelo.
Dioses. O uno solo. Todos ellos mirándome.
Como si fueran a redimirme.
Como si eso fuera posible.
La puerta chirrió.
Entró el.
El doctor. El cerdo que me empujó.
—Veo que despertaste —dijo con una sonrisa que olía a cloroformo.
Me removí. La camisa me raspó la piel de los hombros.
—¿Qué es esto? —escupí con voz seca.
—Bien. Podemos comenzar —respondió, acercándose como un sacerdote demente con su cruz invertida en la mirada.
—¿Qué?
Su risa fue breve, vacía.
—Silencio, princesa. Ya hablaste suficiente en esta vida.
Sacó una jeringa. Brillaba bajo la luz artificial como un colmillo.
No pude resistirme.
Ni gritar.
Solo vi la aguja entrar.
Oscuridad.
Otra vez.
Desperté de nuevo, colgando.
Literalmente.
Cadena al techo. Grilletes en los tobillos. La camisa de fuerza seguía puesta. El suelo estaba mojado. El aire helado.
Mi cuerpo tiritaba. Sentía los músculos quemarse por el peso.
Una voz detrás mío.
—A las bestias se les doma. Y a las brujas se les purifica.
Era él. Otra vez.
—No soy ninguna bruja —susurré.
—No —rió—. Eres peor. Eres una mujer que cree que su voluntad vale algo.
De pronto, el balde. Frío.
Un balde de agua que me lanzó sobre la cabeza.
Grité. No por el frío, sino por el recuerdo.
Baños así me daba mi madre cuando gritaba por las noches.
“No seas débil”, decía ella.
Otro balde.
Y otro.
Mi cabello goteaba, mis labios temblaban.
Mis pensamientos se dispersaban como insectos mojados.
—No necesitas pensamientos. Solo obediencia —dijo él, mientras giraba a mi alrededor como un cuervo.
Entonces vino el siguiente paso.
Choque eléctrico.
No fue sorpresa. El aparato estaba ahí, reluciendo sobre una bandeja.
—En nombre de la ciencia, de la moral... y del Príncipe Volkov.
Sujetó mi mandíbula con fuerza. Me puso algo entre los dientes.
Y todo ardió.
El cuerpo se arqueó, se contrajo, se encogió. Vi colores que no existen. Oí gritos que no eran míos.
Y cuando terminó…
Estaba tirada en el suelo.
Sola.
O eso creí.
Una monja entró. Vestía de blanco con una cruz bordada.
Me miró con desaprobación.
Como si fuera una criatura inmunda.
—Vamos a rezar, hija —dijo.
—Vete al infierno.
Me dio una bofetada.
—Repite: "Señor, líbrame de mi vanidad, de mi rebeldía, de mi lengua maldita."
—Señor, líbrame de ti.
Otra bofetada.
—De rodillas.
—No puedo moverme, imbécil.
—Perfecto. Así Dios te verá desde abajo.
Me reí. Como una loca.
—¿Él también me encerraría, no? ¿O es Vladimir tu dios?
La monja se quedó callada. Luego salió.
Después de un rato, regresaron con una bandeja. En ella, tenedores, cucharas… y algo más.
Un látigo corto.
Y un rosario de hierro.
—Las penitencias son necesarias —dijo el doctor al entrar, mientras enrollaba el rosario en su puño como si fuera una soga sagrada.
—¿Cuál es tu excusa para torturar? ¿La fe o el protocolo?
—Ambos.
—¿Y la razón?
—El espectáculo.
Me reí. Reí hasta que dolió.
—¿Quieres que muera?
—Quiero que creas que ya estás muerta. Eso es más útil.
Me echó otro balde. Luego otro.
El suelo ya era un charco.
Mis pies sangraban por los grilletes. La piel me ardía por la humedad. El metal de la camisa de fuerza me rozaba la clavícula como una navaja muda.
Y así pasan las horas.
No sé si es de día.
No sé si es de noche.
Solo sé que rezo. A mi manera.
> “Que tiemble el cielo.
Que harda el infierno.
Que Vladimir me vea con miedo a los ojos.
Amén.”