Abro los ojos con un peso en la garganta, como si el aire fuera un puño invisible que aprieta mi cuello.
Una sombra se recorta en el umbral de la puerta. Parpadeo y mi corazón se desboca.
—¿Eres tú? —pregunto con la voz rota, temblando—. ¿No vas a ponerme otra cruz?
La figura no se mueve, pero en mi mente aparece su rostro: frío, implacable, dueño de mi cuerpo y de mis silencios.
Vladimir.
Las lágrimas me queman los ojos, la garganta se cierra. Quiero gritar, pero no sale nada.
Me aferro al cuello con manos temblorosas, intentando arrancarme el nudo invisible que me ahoga.
—¡No! —susurro, quebrada—.
No más cruces... no más cadenas...
Déjenme morir...
¿Por qué nadie me deja ir?
¿Por qué me obligan a respirar esta mierda?
La sombra avanza y una mano fría toca mi frente.
—No, no estás en ese lugar —dice una voz nueva, más suave—. Aquí nadie te hará daño.
Es Thair. Lo veo ahora, con ojos cargados de cuidado y paciencia.
Pero el miedo me consume y se adueña de cada fibra.
Me revuelvo, temblando, hablando sin sentido:
—No soy… no soy… no soy tuya… ¿Por qué me miras así? ¿Por qué no me dejas en paz?
Estoy rota, rota, rota…
Quiero gritar, pero mi voz se ahoga en ecos que no comprendo.
Las paredes parecen moverse, doblarse, susurrar.
Los fragmentos del espejo frente a mí se transforman en rostros que me juzgan, me persiguen, me condenan.
—No soy yo —repito—, no soy yo, no soy…
Thair me mira, pero no me toca. No todavía.
No quiere romper lo poco que queda.
El hilo rojo en mi muñeca me recuerda a cadenas invisibles.
Lo aprieto con fuerza, intentando aferrarme a algo real.
Mi mente se pierde en un torbellino de imágenes: gritos, sombras, manos que me atan, voces que me llaman loca.
No sé dónde termina la realidad y comienza la pesadilla.
Pero sé que debo respirar, aunque sea por un instante, aunque sea para seguir luchando.
Los rayos de sol entran a la habitación, calman un poco mi tormenta interior.
Un cuervo blanco aletea en la ventana, inmóvil, como un guardián silencioso.
Bebo la infusión amarga que Thair me ofrece, y siento que, quizá, solo quizá, puedo empezar a sanar.
Pero el miedo aún vive en mí, un huésped que no se marcha.
No soy prisionera. No soy sombra.
Soy pedazos rotos que quizá un día puedan recomponerse.
–––
Los días se arrastran pesados, como si el tiempo tuviera que atravesar un pantano para avanzar.
Me despierto cada mañana con el cuerpo cansado y la mente fragmentada.
Me miro en el espejo roto que cuelga en la sala principal, y solo veo pedazos de mí, como si alguien hubiera roto un cristal y esparcido mis reflejos.
Thair aparece a veces, sin hacer ruido, con esa mirada que quiere decir “estoy aquí”, pero sin palabras que lastimen ni promesas vacías.
No sabe cómo tocar el abismo dentro de mí, pero tampoco me empuja a caer más profundo.
Una tarde, me encuentra acurrucada en un rincón, temblando y susurrando:
—Ellos me persiguen...
—¿Quiénes? —pregunta con calma.
—Los ecos de voces que no callan. Las sombras que no se van.
—No estás sola —dice él, sin más.
No sé si creerle. No sé si puedo.
Intento hablar, pero las palabras se me escapan, como humo entre los dedos.
—¿Por qué no me dejan en paz?
—Porque aún no puedes dejarte ir —
responde él, en voz baja—.
Pero aquí estás segura.
Los momentos de lucidez son breves y traicioneros.
En esos instantes, sé que debo luchar, que no puedo quedarme en la oscuridad que me atrapa.
Pero luego vuelvo a perderme en laberintos sin salida, donde la realidad se mezcla con pesadillas que me muerden el alma.
Thair no me juzga. A veces solo me observa, paciente, esperando que encuentre el hilo para salir del caos.
Un día, le confieso con voz temblorosa:
—Tengo miedo de mí misma.
—Es normal —dice—. La mente rota busca reconstruirse a su manera.
Me ofrece una hoja y un lápiz.
—Dibuja lo que sientes —me dice—. No importa cómo se vea.
Mi mano traza líneas torcidas, formas incomprensibles. Pero es un comienzo.
Quizás pueda encontrar piezas de mí en esos garabatos.
El cuervo blanco regresa a posarse en la ventana, como un recordatorio de que no todo está perdido.
Poco a poco, entre fragmentos de miedo y momentos de extraña calma, empiezo a entender que la batalla más difícil no es contra ellos, sino contra el reflejo roto que soy.
–––
Los días siguen deslizándose con lentitud, como si la misma tierra pusiera resistencia a avanzar.
Pero en medio del caos, empiezo a notar pequeños cambios, casi imperceptibles, como el temblor de una hoja antes de caer.
Las sombras que antes me atrapaban se vuelven menos densas.
Las voces en mi mente, aunque presentes, comienzan a perder su furia.
Ya no me gritan, solo susurran.
Thair no me abandona.
Sus silencios son menos amenazantes, y sus gestos, aunque escasos, se vuelven un ancla para no hundirme.
Una tarde, me sorprendo tomando la taza que me ofrece sin temblar.
Siento el calor en mis manos, un calor que no es amenaza.
—Hoy… —digo, con voz apenas audible—. Hoy no tuve miedo.
Él asiente, sin palabras.
Pero sus ojos reflejan una chispa tenue, como si también celebrara esa pequeña victoria.
Comienzo a caminar dentro de la cabaña, paso a paso, desafiando el dolor y el temor.
Cada movimiento es una batalla ganada.
Frente al espejo roto, me quedo observando mis reflejos.
No busco perfección, solo la verdad.
Soy fragmentos, sí, pero mis ojos comienzan a brillar con una luz nueva.
Dibujo en la hoja que me dio Thair, garabatos que se vuelven líneas firmes, figuras que empiezan a tener sentido.
El papel ya no es solo confusión, es un mapa para reconstruirme.