Dónde arde la nobleza.

Sombras entre coronas.

El salón del trono parecía una jaula dorada. A cada paso que daba, Helena sentía que el eco de su desgracia era juzgado por los muros, por los retratos de sus antepasados que colgaban en silencio desde lo alto.

Los guardias los empujaron hasta el centro. Thair, aún esposado, mantenía la cabeza erguida. Sus labios estaban partidos, el pómulo morado, pero sus ojos seguían ardiendo, clavados con rabia en Vladimir.

Este último se acomodaba con desdén, creyéndose a salvo entre columnas y coronas.

El rey se levantó de su trono.

—Todos fuera... excepto mi hija. Y el muchacho.

Un escalofrío recorrió la sala. Incluso Vladimir parpadeó, confundido.

—¿Perdón? ¿Cómo que...?

—He dicho: fuera —repitió el rey, con voz de trueno—. Y tú, cállate.

Vladimir tragó saliva. No estaba acostumbrado a que lo callaran. Menos frente a Helena.

Ella bajó la mirada, pero una sonrisa diminuta se le escapó. Por una vez, alguien le estaba cerrando la boca a ese malnacido, pensó.

Cuando el gran portón se cerró tras los guardias, el rey giró hacia su hija.

—Bien, hija mía. Habla.

Helena tembló. No por miedo al rey, sino por el recuerdo que aún dolía, como si la iglesia siguiera respirando en su cuello.

—Me llevaron sin permiso a una iglesia. Me hicieron cosas... fanáticos, locos... creían que podían purificarme con dolor. Vladimir permitió eso, o lo ignoró, pero fue Thair quien me sacó de allí. Me escondió, me protegió. Me salvó cuando nadie más lo hizo.

El silencio fue sepulcral.

El rey cerró los ojos por un momento, luego los abrió, tan oscuros como el juicio que emitía.

—Thair… serás condenado a...

El rebelde no bajó la cabeza. Solo cerró los ojos con fuerza, como si aceptara el destino con una especie de orgullo desafiado.

—No lo hice por gloria —susurró—. Y mucho menos por oro. Lo hice porque nadie más lo haría. Porque nadie más la ve como yo la veo.

Helena lo miró, en shock. Esas palabras la dejaron sin aire.

El rey... sonrió.

—Entonces, te condeno... a ser su sombra. Su guardaespaldas. Su escudo. Hasta el día que se case... ya sea con Vladimir... o con otro.

—¿Otro...? —susurró Helena.

—No te emociones —dijo el rey, con un deje de burla—. Primero hablaré con Vladimir. Aunque, si fuera por mí, ese arrogante ya estaría fuera de la línea sucesoria.

Helena no respondió. Sus ojos, sin embargo, buscaron los de Thair. Y ahí estaban: fijos, devorándola. No había piedad en su mirada, ni dulzura. Solo deseo contenido... y fuego.

—Puedes salir ya, hija.

Helena avanzó hasta él y, con dedos lentos, quitó una a una las esposas. El sonido metálico hizo eco en la sala. Thair ni siquiera miró sus muñecas. Solo la miraba a ella. Como si quitarlas fuera una promesa.

Apenas cruzaron la puerta, Thair la sujetó por la cintura con una mano firme, posesiva, brutalmente sincera. La acercó tanto que Helena pudo oler la sangre seca en su cuello... y el hambre en sus labios.

—Te extrañé, princesa... —susurró cerca de su oído—. Aunque no me mereces. No todavía.

Ella contuvo el aliento.

Vladimir, al ver la escena, dio un paso violento hacia ellos, pero se detuvo en seco al oír la voz del rey resonar con severidad:

—¡Vladimir, entra ahora!

El príncipe giró lentamente, con los ojos inyectados de odio, pero sin opción. Thair esperó a que la puerta casi se cerrara, y con una sonrisa descarada, tomó la mano de Helena entre los dedos y le susurró con veneno dulce:

—Adiós, príncipe.

–––

Momentos después...

Ambos caminaron por los pasillos en silencio, lejos del salón, alejándose de Vladimir, de los guardias, de los gritos contenidos en la sala real. No se detuvieron hasta estar lo bastante lejos.

Helena reía. Una risa suave, como de niña traviesa, una que hacía eco en los muros desiertos.

—¿Qué fue eso? —le preguntó entre risas—. Nunca me habías tocado así... Me agarraste de la cintura y luego de la mano como si fueras un príncipe posesivo.

Thair desvió la mirada, pero sus labios se curvaron.

—Solo quería molestar a Vladimir —respondió con descaro—. Lo hace rabiar. ¿Viste su cara? Parecía que iba a escupir fuego.

Helena volvió a reír, más fuerte ahora. Y sin saber cómo, esa risa llenó algo en Thair. Como si se colara por sus grietas, como si curara pedazos viejos y rotos.

Se quedó en silencio un momento, con la mirada perdida.

—Sabes, Helena... —dijo en voz baja—. Me recuerdas a mi hermanita, Vania. Cuando ella reía... me hacía sentir mejor al instante. Como si el mundo no fuera tan feo.

Helena lo miró, sorprendida por la ternura en sus palabras. Luego sonrió.

—Vamos a buscar algo de ropa para mi guardaespaldas —dijo en tono burlón, empujándolo suavemente.

Thair se quejó fingiendo indignación.

—Oh, vamos... No me llames así. Suena a que usaré armadura y caminaré detrás de ti como un mueble con espada.

—Eso es exactamente lo que harás —respondió ella, con una risa burlona—. Un mueble con actitud.

Thair soltó una carcajada.

Caminaron juntos por los corredores, como si no llevaran cicatrices, como si el peso del mundo no cayera aún sobre sus hombros.

Pero por ahora, solo por ahora... estaban bien.

---

El rey observaba a Vladimir con una expresión de decepción tan evidente que el aire en la sala parecía más pesado que el oro del trono.

—Estoy empezando a cuestionar si mereces siquiera estar comprometido con mi hija —dijo el rey, sin rodeos, con un tono seco como hielo—. Has permitido que sea raptada, torturada. ¿Dónde estabas, Vladimir? ¿Jugando a ser rey con tus sombras?

Vladimir apretó los dientes. La rabia le recorría la sangre, pero lo que más lo alteraba era el desprecio en esa voz. Dio un paso hacia el trono, sin bajar la cabeza.

—No diga eso, su majestad... Yo la amo —soltó de golpe, como una confesión que no planeaba hacer—. Amo a Helena. No permitiré que nadie más la tenga. ¡Puedo protegerla! ¡Lo juro!




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