Donde Duerme el Fuego

Ceniza antes del fuego

«Algunas guerras nunca se ganan. Solo terminan de enterrarnos.»

— Diario de Guerra del General Evarios, Año 1.224.

El Valle de Avedhel olía a agua estancada, sangre vieja y madera quemada.

No había árboles—solo tocones huecos, como costillas rotas. La hierba crecía en mechones oscuros y torcidos, alejándose de la luz como si hubiera aprendido a temerla. Las pisadas dejaban huellas profundas, no en barro, sino en la manta de ceniza que lo cubría todo.

Cinco figuras avanzaban en silencio, envueltas en telas raídas. Sombras con aliento. A lo lejos, las torres de la ciudad enemiga rasgaban el horizonte como dientes rotos.

—Estamos demasiado adelantados —gruñó Sion, el más alto, con una voz gastada como piedra agrietada—. El resto del ejército no llegará hasta dentro de dos días.

—Entonces tendremos dos días más para pensar —respondió Thaan a su lado con una sonrisa torcida—. ¿Qué podría salir mal?

—Tú, por ejemplo —disparó Laereth sin siquiera volverse.

—Y aun así, me soportas. Eso dice muy poco de tu juicio.

Veyra sonrió con suavidad, como si la broma fuese un secreto reservado solo para ella. Se movía sin hacer ruido, sus ropajes deslizándose sobre la ceniza como un espectro.

Iralya, en cambio, caminaba como alguien que no se ha sentado en días. Sostenía su bastón de maná con ambas manos, los ojos afilados escudriñando los bordes del camino.

—¿Cuándo fue la última vez que dormimos sin armas cerca? —preguntó sin mirar a nadie.

—Hace años —respondió Sion—. Antes de que Cloris traicionara el frente sur. Antes de que no quedaran ciudades leales al oeste de la División.

—Antes de que Löez desapareciera —susurró Veyra.

El grupo se detuvo.

Por un momento, el viento pareció llevarse ese nombre, como si la tierra misma lo recordara.

Löez. El archimago perdido. El maestro. Un vestigio de un tiempo que ya se había derrumbado. No lo habían visto en cuatro años, pero su presencia nunca los había abandonado. Vivía en sus cicatrices, en sus hechizos, en las reglas no escritas que aún seguían.

—¿Crees que sigue vivo? —preguntó Thaan.

—No —dijo Laereth.

—Sí —dijo Veyra al mismo tiempo.

—Si lo estuviera, habría regresado —añadió Sion, aunque sonaba más a deseo que a certeza.

—¿Y si no quiere? —preguntó Iralya.

Y entonces, volvieron a caminar.

Hicieron campamento junto a un cauce seco, rodeado de piedras dentadas como colmillos rotos. No había árboles. Solo restos de antiguos tótems, podridos y olvidados. Iralya encendió una pequeña llama con un destello de su cristal. La llama titubeó, como si dudara de si merecía arder.

Sion talló runas defensivas en el suelo. Thaan partía pan duro con una hoja mellada. Veyra bebía lentamente de su recipiente neblinoso, sus fragmentos de cristal disolviéndose en el agua como sueños. Laereth se sentaba aparte, grabando un símbolo nuevo en su antebrazo con una astilla de obsidiana.

—Otra vez no —dijo Veyra, acercándose en silencio.

—Cada marca guarda lo que no debo olvidar —respondió Laereth, con la mirada distante.

—Te quedarás sin piel.

—Tú te quedarás sin voz.

Veyra se arrodilló junto a ella y limpió la sangre con los dedos húmedos. Un acto suave. Íntimo.

—No necesitas sufrir para recordar.

—Tampoco necesitas mirar para importar.

Pero Laereth no se apartó.

Desde el fuego, Iralya las observaba sin expresión. Sion no lo notó. Seguía tallando—siempre tallando.

Thaan apareció con trozos de pan seco.

—Pan de guerra. Huele a botas, sabe a arrepentimiento —dijo con una sonrisa.

—No, gracias —dijo Iralya.

—No pregunté —respondió, dejando un pedazo junto a cada uno.

La noche cayó sin ceremonia.

Uno a uno, se acomodaron junto a la llama. No hubo canciones. Solo el crepitar lento de la leña húmeda y el zumbido tenue de cristales de maná que nunca dormían del todo.

Iralya extendió la mano. Tocó la de Sion, áspera y llena de callos. No compartieron palabras. Ni besos. Solo presencia.

Laereth cerró los ojos.

Veyra los abrió más.

Y Thaan, como siempre, los escuchaba a todos.

El amanecer no trajo color. Solo un gris más claro.

Caminaron hasta un pueblo en ruinas, tragado por polvo y hueso. Las casas derrumbadas, las estatuas derretidas por fuego antiguo, y cuerdas torcidas colgando de la nada.

Símbolos tallados marcaban las piedras y la madera rota.

—Estas no son glifos del Reino —dijo Iralya, tocando uno con su bastón.

—No es lenguaje —dijo Veyra—. Es emoción.



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En el texto hay: magia, fantasia oscura, magia brujas hechiceros magos

Editado: 25.06.2025

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