«Algunos nombres pesan más después de ser pronunciados por última vez.»
— Fragmento grabado en un cristal partido.
El amanecer no se alzó. Se demoró.
Una bruma apagada se apretaba contra el cielo, como una herida que se niega a cerrar. La luz que llegó no nació del sol, sino del olvido lento de la noche. Sin oro. Sin calor. Solo el color de las cosas que han muerto demasiadas veces.
No despertaron. Simplemente dejaron de fingir que dormían.
La extenuación hacía tiempo que había dejado de ser un estado; se había vuelto una forma. Algo que vestían bajo la piel. Algo que se aferraba a las articulaciones y susurraba al borde de cada aliento: basta.
Pero nunca bastaba.
Sion estaba encorvado junto a los restos grises de la hoguera, la espada cruzada sobre las rodillas, no por estar listo, sino por costumbre. Tenía los ojos abiertos, pero no buscaban. Estaba más allá de la vigilancia. Más allá del miedo. Miraba como quien contempla una tumba: sabiendo lo que hay debajo, pero quedándose para recordar.
Thaan dormía con la boca entreabierta y sangre seca bajo la nariz. No había reído en sus sueños. No anoche. No desde los chamanes.
Nadie había hablado de ellos desde entonces. Nadie tenía que hacerlo.
Laereth se acurrucaba sobre sí misma como si velara su propia alma. Una mano apretaba una tira de tela manchada con los sigilos que talló durante la noche. Su mejilla mostraba el rastro tenue de lágrimas secas —o tal vez era sangre. Ya era difícil distinguir.
Los ojos de Iralya se abrieron sin transición, como una hoja que se desenvaina. Permanecía inmóvil, la mano ya sobre su bastón. Su respiración era estable, pero superficial, como quien ha aprendido a respirar a través del dolor sin hacer ruido.
Veyra no dormía. No lo hacía desde días. Quizás semanas. Simplemente estaba sentada, junto a un charco que no reflejaba cielo. El agua permanecía quieta, demasiado quieta, y su rostro en él no era el suyo.
Murmuró algo. Tal vez una plegaria. O un nombre.
Y el charco se estremeció.
Nadie preguntó.
Habían aprendido a no preguntar cuando la magia se comportaba mal. Especialmente después de los chamanes.
Sion flexionó los dedos de su mano de espada. Había aplastado el cráneo de un hombre dos noches atrás —no con magia, ni con acero, sino con piedra. Aún podía sentir la blandura. No del hueso. Del aliento que lo abandonaba.
—Somos fantasmas vistiendo pieles que ya no nos quedan —murmuró.
—Siempre fuiste dramático —dijo Iralya, con voz ronca de humo antiguo—. Incluso antes de morir.
Una sonrisa tenue cruzó el rostro de Sion. No era alegría. Solo el recuerdo de ella.
—¿Crees que estarán esperándonos? —preguntó, sin mirarla.
Ella sabía que no se refería a la ciudad enemiga.
—¿Los chamanes? —dijo—. No. Creo que ya están dentro.
Se tocó la sien con dos dedos.
—Aquí. Esperando a que soñemos.
Sion asintió, lentamente.
Habían visto a un hombre arrancarse su propio brazo para hacer gritar al cielo. Habían sentido sus cristales temblar de miedo. Habían observado a Veyra forzar a un alma a llorar hasta la muerte con un simple gesto.
Ya no había bandos en esta guerra. Solo formas distintas de perder.
Se reunieron en silencio.
Nadie los llamó. Nadie dijo es hora. Pero el viento cambió, y algo en sus huesos respondió.
Iralya y Veyra llegaron primero, los ojos cansados pero firmes. Laereth ya estaba de pie, sacudiendo el polvo de sus túnicas con movimientos lentos y precisos, como quien se quita fantasmas. Thaan crujió el cuello con una sonrisa que no alcanzó sus ojos. Sion simplemente asintió, la espada ya en su espalda, como si jamás se la hubiese quitado.
Caminaron.
El sendero descendía con suavidad, hacia lo que alguna vez fueron tierras de cultivo. Ahora solo quedaban cáscaras y piedra. Ni árboles. Solo tocones grises como dedos arañando el cielo.
Alguna vez hubo huertos aquí. Veyra recordaba el aroma —tierra tibia y ciruelas maduras. Ahora, lo único que llevaba el viento era hierro y ceniza.
—Solía pensar que los cristales estaban vivos —dijo Thaan de pronto.
Nadie respondió.
—No solo vibrando o brillando. Vivos. Respirando. Pensando.
—Lo están —dijo Laereth, serena—. Solo que no de formas que comprendamos.
Iralya rozó con los dedos la bolsa a su costado, donde su cristal dormía. Palpitó débilmente contra su palma —suave, pero insistente.
—No otorgan poder —dijo—. Lo recuerdan. Lo moldearon.
Sion asintió.
—No los usamos. Hablamos, y ellos responden.
La mirada de Veyra se desvió hacia el borde del camino roto, donde venas cristalinas emergían del suelo como huesos fracturados. Azul pálido, drenado de luz.