El amor, incluso el más sutil, tiene vértices. Pequeñas aristas donde se enreda la duda.
Élise no apareció durante una semana. Julien revisaba los estantes como si aún pudiera encontrar un nuevo sobre, una pista, algo que le dijera que no lo había soñado todo. Pero los libros guardaban silencio. Como ella.
Una tarde, cansado de la espera, salió bajo la lluvia. Sin paraguas. Como ella lo hacía. Recorrió calles sin rumbo, recordando los lugares donde solían cruzarse, donde los silencios eran suaves y no densos como ahora.
Élise, mientras tanto, estaba en su apartamento, mirando las gotas caer por la ventana. Tenía una carta en las manos, sin terminar. Había empezado a escribirla al tercer día de ausencia, pero las palabras se le resistían. Porque el miedo no siempre llega con gritos. A veces llega disfrazado de perfección.
"¿Y si esto no es amor, sino una ilusión compartida?", pensaba.
"¿Y si me ve demasiado y deja de elegirme?"
Fue entonces cuando recordó una frase de Julien, una que había guardado sin tinta, solo en la memoria:
"Si estamos inventando, que sea juntos."
Y comprendió. No era el miedo lo que la alejaba, sino la importancia de lo que sentía. Porque cuando algo vale tanto, uno tiembla. No de duda, sino de verdad.
Esa noche, volvió a la librería.
Julien ya se había ido, pero en el estante de poesía dejó un libro abierto: Las flores del mal. Dentro, una hoja doblada:
"No sé si regreses. No sé si esta historia tenga un capítulo final. Pero si algún día te vuelvo a ver, prométeme una cosa: que esta vez no huiremos de lo que sentimos."
Ella sonrió, con los ojos llenos.
Y al día siguiente, a la misma hora, entró. Él estaba ahí. Ambos se miraron como si hubieran vuelto del invierno. Como si el miedo hubiera sido solo una pausa.
—Estoy aquí —dijo ella.
Y él, sin pensarlo, respondió:
—Entonces todo está bien.
No hubo más cartas ese día. No hicieron falta.