El tren avanzaba entre montañas que parecían custodiar el tiempo. Desde la ventana, Lucía observaba los colores que habían marcado su infancia: el verde inagotable de los árboles, el azul profundo de un cielo que nunca parecía cansarse de brillar, y el dorado del sol que se filtraba entre las nubes como si quisiera acariciar la tierra. Habían pasado veinte años desde la última vez que pisó el pueblo, pero todo lucía exactamente igual, como si el tiempo se hubiera detenido para esperarla.
En su bolso descansaba una carta. El papel estaba amarillento, y las palabras escritas a mano tenían una caligrafía que no reconocía. Decía simplemente:
"El jardín guarda lo que perdiste. Ven antes de que sea tarde."
No había firma, solo esas pocas palabras que se habían convertido en un eco en su mente durante semanas. Al principio, pensó ignorarla; había construido una vida lejos del pueblo, lejos de los fantasmas de su pasado. Pero algo en esa frase despertó una inquietud que no pudo silenciar. Había soñado con el jardín, con su hermano Tomás, y con la melodía que él solía tararear mientras jugaban bajo el gran árbol de jacaranda que dominaba el lugar.
Cuando el tren llegó a la estación, Lucía descendió con una mezcla de nostalgia y aprensión. El aire tenía ese aroma familiar a tierra húmeda y flores silvestres. A lo lejos, podía ver el campanario de la iglesia, el mismo que había sido el centro del pueblo desde siempre. La gente pasaba con rostros que parecían extrañamente familiares, aunque ninguno la reconocía.
"Lucía, ¿eres tú?"
La voz la hizo girar. Frente a ella estaba doña Elena, la dueña de la panadería del pueblo. Su rostro estaba más arrugado, pero sus ojos seguían brillando con esa calidez que recordaba.
"Sí, soy yo, doña Elena. Hace mucho tiempo que no venía."
"Demasiado, niña. Ya pensábamos que nunca volverías. ¿Qué te trae de regreso?"
Lucía sonrió, pero no respondió. No sabía cómo explicar la carta ni los sentimientos encontrados que le había provocado. Se despidió rápidamente y caminó hacia la casa que había sido su hogar.
La casa estaba igual, aunque el tiempo había dejado sus huellas: la pintura de las paredes estaba desgastada, y el jardín delantero estaba cubierto de maleza. Al entrar, una ráfaga de recuerdos la golpeó. Podía ver a su madre cocinando en la cocina, a su padre leyendo el periódico en la sala, y a Tomás, siempre con esa sonrisa traviesa, corriendo por el pasillo.
Dejó su maleta en el suelo y se dirigió al patio trasero. Allí estaba el viejo árbol de jacaranda, ahora más imponente que nunca. Sus ramas se extendían hacia el cielo, y las flores lilas cubrían el suelo como una alfombra. Fue ahí, bajo ese árbol, donde encontró el jardín por primera vez, y donde perdió a Tomás.
La melancolía la envolvió, pero también una extraña sensación de esperanza. Había regresado por una razón, aunque todavía no podía comprenderla. El susurro del viento entre las hojas parecía decirle que no estaba sola, que el jardín la esperaba.
Esa noche, Lucía no pudo dormir. Mientras la luna iluminaba la habitación, sacó la carta y la leyó una vez más. La caligrafía era tan firme, tan precisa, como si las palabras estuvieran vivas. Al fin, decidió que al día siguiente buscaría a Samuel, el joven bibliotecario que, según recordaba, siempre había tenido una obsesión con las historias del pueblo. Si alguien sabía algo sobre el jardín y la carta, sería él.
Con ese pensamiento, cerró los ojos y dejó que los recuerdos la arrullaran, como una canción que se pierde en el viento, pero que nunca se olvida.