Dónde Habitan Los Ángeles - Claudia Celis

Capítulo 2 - El Cuarto De Camila

Esta casa es muy antigua; tiene paredes de adobe, muy anchas, de las que guardan los ruidos y los sueltan cuando menos te lo esperas:

"En los techos guardan las voces de la gente."

Decía mi tío Tacho.

"Y en las losetas del patio, las de la Madre Naturaleza."

Tiene también una fuente de cantera y arcos en los corredores.

Antes tenía un perico, que era como parte misma de la construcción, y la adoración de mi tía Chabela.

Se llamaba Rorro.

En cuanto llegábamos a San Miguel, el Rorro se ponía a gritar:

"¡Mis niñoooos!, ¡Mis amoreeees!"

Imitando, según él, la voz de su dueña.

Era un perico libre; la enorme jaula blanca no tenía puerta y entraba y salía a voluntad, al igual que a todas las habitaciones de la casa.

Lo mismo lo encontrabas acurrucado en un sillón de la sala que en la tina del baño.

Tía y perico cantaban a dúo:

(Ella): "Corazón santo."

(Él): "Tú reinarás."

(Ella): "Tú nuestro encanto."

(Él): "Siempre seraaaás..."

También cantaba, en la modalidad de solista, el Himno Nacional, Adiós mamá Carlota, y rezaba La Magnífica.

Mi tío Tacho decía que si hubiera un concurso de animales pesados él sacaría seguramente el primer lugar.

Mi tía Chabela hacía como que no lo oía, ella adoraba a su perico y lo consentía muchísimo, igual que a nosotros.

Por lo único que se enojaba, con él y con nosotros, era porque maltratáramos sus plantas:

"¡Rorro, no deshojes los helechos!... ¡Niño, no cortes los duraznos verdes!"

Un día, mi tío Tacho me dio una espada de plástico:

"Ándele, Panchito, juegue ahí, diviértase un poco."

Yo comencé a luchar tímidamente contra los enemigos imaginarios...

Poco a poco el acaloramiento de la batalla aumentó:

Una cabeza salió volando, después un brazo, luego otro...

"¡Panchito! ¿Qué estás haciendo?"

¡Era mi tía Chabela!

"¡Mira nada más, niño! ¿Por qué destruyes mis plantas?"

Las cabezas y los brazos se transformaron en helechos rotos y flores destrozadas.

Le iba a decir que mi tío me había dado la espada, que él me había dicho que jugara ahí, pero el gesto de su cara me hizo enmudecer.

Nunca antes se había enojado conmigo.

Me dieron ganas de llorar.

"¡Perdóname, tía!"

Fue lo único que dije.

"No, Panchito, esto no lo podemos pasar por alto. Lo siento mucho, niño, pero te vas a quedar en el cuarto de Camila hasta la hora de la merienda."

Me sentenció.

¡El cuarto de Camila!

¡Era lo peor que le podía pasar a cualquiera!

Ese cuarto nos daba miedo.

Está en el fondo de la huerta.

Del techo de pronto sale un sonido agudísimo, parecido a una sostenida nota musical.

Mi tío Tacho nos decía que era la voz de Camila; una soprano italiana que, según él, vivió aquí, en la casa, hace más de un siglo y que, decepcionada por una pena de amor, se encerró a piedra y lodo en ese cuarto sin comer, sin beber, sin dormir, sólo cantando de día y de noche:

"Cuore, cuore ingratoooo..."

Hasta que se consumió.

Decía que nunca encontraron el cadáver, que sólo hallaron el vestido, las joyas y la peineta, que, seguramente, sus cenizas habían volado y se habían alojado en las ranuras de los tabiques del techo, desde donde, tristemente, seguía entonando su canción desgarradora.

Y así seguirá por los siglos de los siglos nos decía en tono solemne.

A nosotros se nos enchinaba el cuerpo.

Cuando mi tía no estaba, él nos llevaba hasta ahí y, haciendo voz de tenor, se ponía a gritar:

"¡Camila, saaaálganos!"

Nosotros nos horrorizábamos pero no decíamos nada.

Era una prueba de valentía.

Con miedo y todo, me dirigí hacia allá.

Sabía que merecía el castigo.

Entré muy temeroso, escuchando pasos tras de mí.

Cerré la puerta.

Sentí que alguien la jalaba por fuera.

Temblando como gelatina, logré dar unos pasos y me senté en un rincón.

Con todas mis fuerzas canté para mis adentros:

"¡Camila, no me vaya a saliiiir!"

La puerta se comenzó a abrir... rechinaba horriblemente.

Me enconché para protegerme.

Se seguía abriendo...

¡Una cabeza asomó!

Cerré los ojos esperando lo peor.

Escuché una voz que, en medio de mi temor, sonó como de ultratumba:

"¿Qué le pasó, Panchito?"

Era mi tío Tacho.

Me miraba entre compasivo y burlón.

Me dio mucho coraje.

Decidí no hablarle.

"¿No me contesta?"

Me preguntó.

Seguí callado.

"¿Está enojado conmigo, niño?"

Se me acercó y se sentó frente a mí.

"Sí, tío."

Respondí al fin.

"Por su culpa mi tía me castigó."

"¿Por mi culpa?"

Se sorprendió.

"¿Es culpa mía que usted haya jugado en un lugar que sabía prohibido?"

"Pero usted me dijo que."

"Pero usted me dijo que..."

Me interrumpió haciendo una voz chillona, dando a entender que era la mía, luego, ya con su voz, continuó:

"Sabe bien que las plantas no son mías, sino de su tía. ¿Cómo acepta que alguien le asegure que puede disponer de lo ajeno? Si le hubiera ofrecido mi instrumental médico para que jugara, entonces la responsabilidad sería mía, pero si usted aceptó jugar con las plantas de su tía sólo porque yo se lo sugerí, el responsable es usted y nadie más. Además, ¿Cómo se le ocurre hacer destrozos en una casa en donde usted está solamente de visita?"

Al ver mi compungida cara, de la bolsa de su bata extrajo una concha de pan y me la ofreció.

Noté mordiscos en la capa azucarada y me explicó:

"Es pan labrado, Panchito, y, como yo mismo lo labré, es pan sagrado."

Yo acepté la concha sagrada, pues el miedo me había dejado un vacío en el estómago.

"Cómasela rápido."

Me dijo.

"No se la vayan a arrebatar."

"¿Cómo, tío?"

Pregunté sintiendo escalofríos.



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En el texto hay: ficcion

Editado: 17.08.2024

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