Del dinero que mi mamá me había dado para las vacaciones, cinco pesos eran para ir al peluquero.
Se lo comenté a mi tío y me llevó a donde nadie nos escuchara.
“Mire, Panchito.”
Me dijo.
“¿Para qué va a ir al peluquero a pagar tanto dinero? No, niño. Ahorita que su tía se vaya al centro con los demás, yo mismo le corto el pelo.”
‘¿En serio, tío?”
Le pregunté entusiasmado.
“En serio, sobrino.”
Me dijo.
“Usted confié en mí. No más no le diga nada a nadie.”
Le dije a mi tía que estaba cansado.
Que prefería quedarme en la casa.
Ella me dejó acostado, con una taza de té de manzanilla en el buró y galletas en un platito.
Cuando mi tío estuvo seguro de que se habían ido, me llevó a su consultorio.
Después de habernos puesto de acuerdo sobre el costo de la operación, sacó de su maletín unas tijeras, un gorro y un cubrebocas, y los dejó a mano.
Me tomó de la barbilla.
“Déjeme veo, niño, quiero escoger el corte que iría con su personalidad. A ver... Perseo... Alcimedonte... Ulises... el mismo Aquiles... ¡Ya sé!”
Se puso el gorro y el cubrebocas, colocó una toalla en mis hombros, y empezó a tijeretear.
“Allá en el Rancho Grande, allá donde vivííííía…”
Me dijo que todos los peluqueros cantan.
Al terminar, me miró satisfecho.
“¡Listo! ¡Vaya a mirarse al espejo!”
Salté de la silla y fui corriendo al espejo del baño.
Un poco corto el copete, pero no estaba mal.
Una patilla más larga que la otra, pero pasaba.
Mi tío se acercó con un espejo de mano y lo acomodó detrás de mi cabeza para enseñarme el corte completo.
Lo que ahí se reflejo hizo que me doliera el estómago.
¿Qué significaba ese círculo a rape?
Miré a mi tío.
Esperaba encontrar en su cara algún gesto de burla pero no, en verdad parecía satisfecho de su obra.
‘Al observado noté su gran parecido con San Antonio.”
El dijo.
“Ahora están igualitos, como dos gotas de agua. ¡Qué bárbaro! ¡Las amigas de su tía le van a pedir la bendición!”
En eso, escuché la puerta.
¡Mis primos y mi tía habían regresado!
Corrí a la recámara.
Busqué con desesperación algún sombrero o algún gorrito o, de perdida, alguna pañoleta, pero no hallé nada.
Entró mi tía.
“¿Cómo te sientes, mi niño?”
Me abrazó con cariño.
‘Estaba muy preocupada por ti.”
Me acarició la cabeza.
“Te compre unos boxeadores de los que te gus… ¡Anastasio!”
Gritó.
“¿Qué hiciste, Anastasio? ¡No puede ser!”
Me cogió de la mano y atravesamos el patio a toda carrera.
“¡Esto no es justo, Anastasio! ¿Por qué le hiciste esta maldad a Panchito?”
Su voz temblaba.
Mi tío levantó la vista de unos papeles del escritorio, y dijo con extrañeza:
“¿A qué te refieres, Chabelita? No sé de qué hablas.”
“¡No te hagas el inocente! ¡Me refiero a lo que le hiciste en pelo! ¡Mira nada más cómo lo dejaste! ¡Parece loco el inocente!”
‘¿Loco?”
Sonrió sarcástico.
“¡No sabes lo que dices! ¿Llamas loco a tu santo favorito?”
“¿Santo? ¡No te entiendo, Anastasio!”
Dijo mi tía con impaciencia.
“Panchito tiene el honor de poseer el mismo corte de pelo que tu adorado San Antonio, preciosa.”
Le explicó.
“Además sólo cobré la mitad de lo que cualquier peluquero le hubiera cobrado.”
No recuerdo si el gorrito tejido que traje puesto durante todas esas vacaciones me lo compró mi tía o me lo hizo ella misma, pero de lo que sí me acuerdo bien es de cómo disfruté gastando mis dos cincuenta.