Para las vacaciones de Semana Santa, todos mis primos vinieron a San Miguel.
Ayudé a mi tía a preparar recámaras y la acompañé al mercado a comprar los ingredientes para las comidas favoritas de cada uno.
La hora de la comida era toda una ceremonia.
Debíamos estar puntuales, limpios, peinados, con las uñas impecables, para pasar la aduana, decía mi tío.
Nos sentábamos en el lugar que él nos indicaba.
Sólo podíamos hacer comentarios sobre temas agradables, hablando de uno por uno, sin arrebatamos la palabra.
Mi tío era buen dibujante.
Cada día escogía a uno de nosotros como modelo.
El elegido tenía que permanecer prácticamente inmóvil hasta que mi tío hubiera terminado de estampar su imagen en el mantel.
Todos los días mi tía le decía que no lo hiciera ahí y le acercaba una hoja de papel; él le daba las gracias, la hacía a un lado y seguía dibujando en la tela.
Si algún platillo no nos gustaba, no nos obligaba a terminarlo, aunque sí a probarlo, y si él no quería comer algo, mi tía le decía que se lo habían mandado de la hacienda del Blanquillo, donde él había nacido, entonces, se lo comía con gusto y lo elogiaba con exageración.
Siempre hacíamos sobremesa.
A veces, mi tío nos platicaba emocionantes anécdotas de la Médico Militar, donde él había estudiado la carrera.
Lo que ese día nos contó, me dejó impresionado:
“Me habían arrestado por llegar tarde a clases. Un arresto era cosa seria. Todo un fin de semana sin salir de la habitación. A puro estudiar. Yo necesitaba asistir a una importante cita, y no era de amor.”
Agregó rápidamente mirando a mi tía.
“Era de negocios. No iba a ser fácil salir, ya que la puerta del edificio donde estaban los dormitorios se encontraba rigurosamente vigilada; el único recurso que quedaba era la ventana, pero mi habitación estaba en el tercer piso. ¿Cómo poder salir? Caminaba de un lado a otro del cuarto como león enjaulado. En esas estaba, cuando recordé mis clases de yoga. ¡Claro! ¡Concentración y fuerza de voluntad es todo lo que necesitaba! Decidí lanzarme.”
Abrimos mucho los ojos.
Satisfecho, continuó:
“Me puse mi uniforme recién planchado, me rasuré meticulosamente, perfumé mi pañuelo y me coloqué el kepí. Era sólo una cita de negocios.”
Volvió a mirar a mi tía.
“Pero ya ven que en el mundo de las finanzas como te ven te tratan. Conforme con mi apariencia, me subí a la ventana, y salté.”
Abrimos la boca y su satisfacción pareció aumentar.
“En el trayecto, me concentré en que mi peso era mínimo.”
Continuó.
“Me imaginé a mí mismo como una ligerita pompa de jabón, como un papelito al aire, y, ¿Qué creen?, la velocidad de la caída disminuyó... me sentí flotar como si fuera una pluma y caí al suelo con increíble suavidad. El kepí ni siquiera se movió de su lugar. Atravesé el patio con elegante paso marcial, agradeciendo las ventajas de la concentración.”
Abrimos más la boca; bueno, los chicos, porque la Nena, Lola, y la Peque, desde antes de que terminara el relato, se habían levantando a ayudar a mi tía.
Toda la tarde, y parte de la noche, me quedé pensando en lo que nos había platicado.
Me imaginé a mí mismo flotando como una ligerita pompa de jabón, como un papelito al aire, y pensé que al fin podría realizar el sueño de toda mi vida:
¡Volar!
Apenas amaneció, me subí a la azotea.
Después de haberme concentrado en que era una pluma, salté.
Caí ruidosamente sobre una maceta.
Me golpeé tan fuerte que creí haberme roto todos los huesos.
Mi tía salió al escuchar el ruido.
Me miró con angustia y corrió hacia mí.
“¡Mi niño! ¿Qué te pasó, mi amor?”
Estaba verdaderamente asustada.
Haciendo un esfuerzo, me cargó.
“No pude convertirme en pluma, tía.”
Le dije pujando de dolor.
“¡Anastasio, ven en seguida! ¡Corre!”
Gritó con todas sus ganas.
Llegó mí tío diciéndole que bajara la voz, que iba a despertar a los niños, y ella me depositó en sus brazos.
Haciendo caso omiso a la recomendación de no gritar, le dijo:
“¿Ya ves, Anastasio, lo que provocan tus aventuras inventadas?”
“¿Mis aventuras?”
Se hizo el sorprendido.
“¡Este niño se aventó de la azotea!”
Alcancé a notar la cara de preocupación de mi tío.
En el consultorio me revisó meticulosamente.
“No tiene nada, Chabelita le dijo tranquilamente. Los niños están hechos para rebotar y para que su cabeza suene como calabaza cuando se estrella en el piso.”
“¡Ay, Anastasio! ¡Cómo te gusta decir impertinencias! Mi pobre niño casi se mata por haber creído tus historias, y tú todavía…”
Mi tío la interrumpió:
“Mira, Chabelita, aunque parezca cruel, este niño acaba de recibir una importante lección. Ya no será tan crédulo. Te aseguro que de aquí en adelante, analizará las cosas con mayor detenimiento antes de actuar. No te preocupes, preciosa, no le pasó nada. Lo voy a llevar a su recámara.”
Me tomó en brazos y en el camino me dijo:
“¿Sabe qué, Panchito? Yo creo que no se concentró bien.”
Me quedé con la duda, pero, afortunadamente, las veces que intenté salir de ella, mi tía Chabela me lo impidió.