La invitación de mi tío nos cayó de sorpresa.
“Se alistan a buena hora, niños, no quiero que lleguemos tarde a la función.”
Nos dijo.
“Si, tío.”
Le dijimos con recelo.
Cuando mi tía Chabela le preguntó si nos iba a llevar a todos, él le respondió con toda naturalidad que claro que sí, y que si quería también nos llevábamos al Rorro.
El perico oyó eso y voló a los brazos de mi tía.
“¿Al Rorro? ¡Cómo crees!”
Respondió ella, abrazándolo protectora.
Mi tío mostró alivio y el perico más.
La Peque le advirtió que no íbamos a caber todos en el coche.
“No importa, haremos dos viajes.”
Admitió, conforme.
“Pero nos vamos primero las grandes ¿No le parece, tío?”
Insistió la Peque recordando el incidente de las vacaciones pasadas en la estación del tren.
“Se hará como ustedes quieran.”
La sumisión de mi tío era tanta que nos confundió.
Martha le preguntó que si teníamos que llevar nuestros ahorros.
“No, niña, no tienen que llevarlos.”
“Para los dulces sí, ¿Verdad?”
Le preguntó Caty.
La vio con enojo.
“No tienen que llevar nada, niña, yo invito.”
“¿Tú?”
Preguntó incrédula mi tía.
“Si, Chabelita, yo. ¿Qué tiene de particular?”
“¿Te sientes bien?”
Le tocó la frente.
“Me siento perfectamente.”
Sonriendo, lleno de bondad, le hizo un cariño.
“Bueno, niños, regreso por ustedes en una hora.”
Nos dijo, y salió, dejándonos muy sorprendidos.
“Tía, ¿No crees que sea una broma?”
Dijo la Peque.
“Pues, mira, Peque, yo estoy tan asombrada como ustedes. Llévate este billetito bien guardado, por si las dudas.”
Exactamente a la hora, ni un minuto más ni uno menos, mi tío llegó por nosotros.
En la entrada del cine había unos carteles con las fotos de unos niños muy contentos nadando en una laguna, el título era:
El paraíso encontrado.
“Lino va a entrar con nosotros.”
Nos dijo mi tío.
Lo miramos con desconfianza.
Lino el primero.
¿Sería capaz mi tío de pagar tantos boletos?
Los pagó.
Nuestro asombro fue aún mayor en la dulcería, cuando mi tío nos dijo de excelente buen humor:
“Pidan lo que quieran, chiquitines, y usted, Lino, también.”
“No, dotor, gracias, yo no quiero nada.”
Respondió Lino, receloso.
“¿Cómo que no? ¡Ande! ¡Pida algo!”
Insistió mi tío empezándose a mostrar impaciente.
Lino y nosotros pedimos cualquier cosita.
“¡No, no, no!, pidan bien.”
Dijo con franca impaciencia.
“A ver, señorita.”
Su voz se dulcificó.
“Tráiganos palomitas, refrescos, y unas bolsas de esos chocolatitos, para todos.”
¡Hubiéramos besado a nuestro tío!
Felices de la vida, golosinas en mano, nos dispusimos a disfrutar de la función.
Se apagó la luz.
Una música muy rara se escuchó.
Apareció una espantosa cara, mitad animal y mitad gente, que llenó la pantalla.
De su hocico, babeante y colmilludo, salió un espeluznante alarido.
Caty, Agustín, y yo, nos caímos de la butaca.
Lucha y Lupita se abrazaron y empezaron a gritar como sirenas.
La Nena y Lola pegaron un salto y cayeron en las piernas de Lino.
Las palomitas de la Peque quedaron regadas por el piso.
Mi tío dio un grito peor que el del espanto de la pantalla, se cogió de la cabeza del señor que tenía enfrente y se quedó con algo en la mano.
Cuando se repuso, levantó el artefacto para verlo contra la luz de la pantalla; luego, sacó su peinecito de carey, le dio una peinadita, y lo volvió a acomodar en la liza cabeza del pobre hombre que se había quedado petrificado del susto.
Nunca supimos cómo fue que mi tío se enteró de que en el cine iban a estrenar la película Asustemos a Jeroboán hasta morir cuando no les había dado tiempo de cambiar los carteles.
A la mitad de la horrible película, todos nos queríamos salir.
“¡No sean cobardes!”
Nos regañó y nos obligó a verla completa.
Platicamos a mi tía lo que había sucedido.
No podía creerlo.
Al día siguiente, llevó a la iglesia a bendecir un garrafón de agua y cuando mi tío pedía un vaso, de esa le daba.