Por lo menos una vez al mes íbamos a comer a casa de mi abuela, mamá de mi mamá y hermana de mi tío Tacho.
A mí me gustaba ir porque era dónde a veces, muy contadas, por cierto, veía a mi mamá.
Cuando esto ocurría, mi pulso se aceleraba y me tenía que detener el corazón para que no se me saliera del pecho.
Como respuesta recibía un ligero y apresurado beso en el cachete y, casi siempre, un adiós prematuro.
Recuerdo bien que aquel día mi mamá no fue a comer.
Acababan de servir el puchero cuando a mi padrino Pedro se le ocurrió decir que sentía una molestia en el cuello.
“Algo así como una bolita dolorosa.”
Mi tío Tacho se levantó de inmediato.
“A ver, don Pedro, déjeme revisarlo.”
Lo comenzó a examinar.
Mi padrino siguió comiendo como si nada.
“¡Sí! ¡Aquí está!”
Exclamó jubiloso.
“... A ver, a ver, ¿Le duele?”
Le apretó fuerte.
“Un poco.”
Respondió mi padrino, visiblemente adolorido.
“Permítame tantito, don Pedro volteó para todos lados, como buscando algo.
“No traje mi maletín ¿Verdad, Chabelita?”
Le preguntó a mi tía.
Ella le dijo que no y siguió saboreando su puchero.
“Bueno, no importa”
Y comenzó a buscar en las bolsas de su bata blanca.
Sacó una jeringa, un bisturí y una botellita de alcohol.
Luego, se desabotonó la bata, buscó en las bolsas de su pantalón y aparecieron: gasas, hilo de nylon, agujas de sutura, tela adhesiva, guantes de cirugía, gorro, cubre bocas, pinzas, y no sé qué más.
“Hay que ser precavidos.”
Comentó mientras ponía todo en la mesa.
Cargó la jeringa con el líquido de una ampolleta que sacó de la bolsa de su camisa y dijo a mi padrino, mientras se colocaba el gorro, el cubrebocas y los guantes:
“Esto le va a doler un poco, don Pedro.”
Y, sin ninguna consideración, le dio varios piquetes en el cuello.
Mi padrino apretó fuertemente los dientes y los ojos se le humedecieron.
“Si... esto duele... duele mucho.”
Le decía mi tío Tacho…
“Pero en unos instantes más sentirá adormecido... ¡Como si nunca hubiera tenido pescuezo!”
Mi abuela y mis tíos habían dejado de comer.
Algunos se habían quedado con la cuchara en el aire y otros con el bocado en la boca.
Sólo mi tía Chabela seguía comiendo como si nada.
Mis primos y yo intercambiamos miradas y risitas.
“Hay que esperar a que la anestesia haga su efecto.”
Dijo mi tío; se subió el cubrebocas a la frente, se quitó los guantes, se sentó en su lugar y siguió comiendo.
Mi padrino siguió comiendo también.
Mi abuela llamó a Macrina, la muchacha, para que recogiera los platos del puchero.
La mayoría se fueron intactos a la cocina.
Lo que seguía era un guisado de cordero.
Apenas lo acabaron de servir, mi tío Tacho se puso de pie, se colocó el cubrebocas, se puso los guantes, tomó el bisturí y, sin más ni más, se fue sobre mi padrino haciéndole una profunda incisión en el cuello.
La sangre brotó.
Todos mis tíos, menos mi tía Chabela, retiraron sus platos y pusieron cara de horror.
El horror aumentó cuando los dedos de mi tío Tacho se introdujeron en la herida y empezaron a escarbar.
Caty se levantó de su lugar y vino hacia mí para calmar sus nervios.
Yo no hice nada por evitarlo, la comprendi perfectamente.
Los dedos de mi tío, bañados en sangre, salieron por fin de la herida extrayendo una bola gelatinosa y sanguinolenta, muy parecida al guisado de cordero.
“¡Ya estuvo, don Pedro!”
Exclamó triunfante mi tío.
“¿Le dolió?”
“No... nada…”
Respondió afligido mi padrino.
“Ahora, nada más unas cuantas puntaditas y quedará usted como nuevo... Qué bonito es el sol de mañanaaaa... al regreso de la capitaaaal.”
Cantaba mientras cosía.
El tumor quedó en un plato en medio de la mesa.
Los comensales se empezaron a retirar.
Mi abuela pidió sus sales.
“¿Cuáles sales, mamá?”
Le preguntó mi tía Mimí.
“¡Las que sean! ¡Pero tráelas pronto, que me desmayo!”
Mi tía tomó el salero, lo destapó y se lo dio a oler; mi abuela aspiró con fuerza, Mimí la tomó del brazo y salieron las dos tambaleantes.
Mis tías Chita y Coya se retiraron a gatas y sus maridos tras ellas.
“¡Guácala!”
Exclamaron varias voces infantiles y los dueños de las voces salieron del comedor disparados.
Mi tía Chabela se levantó de prisa para llevar al baño a mi tía Meche, que arqueaba sobre la mesa.
Lola y la Nena echaron una mirada de enojo a mi tío Tacho y salieron del comedor.
La Peque dijo, antes de levantarse:
“Tío, ¿Me puedo retirar?”
“Adelante, Peque... ¡Buen provecho!”
Le contestó, quitándose los guantes y acomodándose el cubrebocas en la frente.
La Peque salió, tapándose la boca con toda delicadeza.
Yo no me pude mover.
Me sentía lacio, cual hoja de palmera, y veía todo como entre brumas.
Mi tío Tacho y mi padrino llamaron a Macrina para que les sirviera el postre.