Las grandes se habían casado, y, de los chicos, sólo Chucho, que ya tenía diecisiete, y Caty, que como yo tenía doce, seguían pasando sus vacaciones aquí en San Miguel.
Desde luego, de vez en cuando nos volvíamos a reunir todos, ya fuera en casa de mi abuela o aquí.
“Tío, ¿Usted cree que mis primos ya no nos quieran?”
Le pregunté un día mientras rociábamos los frutales con un líquido que preparaba mi tía para evitar las plagas.
“¿Por qué dice eso, Panchito?”
“Porque ya no vienen.”
Interrumpió su labor y me dijo con seriedad:
“El que no vengan no significa que nos hayan dejado de querer. Le aseguro que sus primos siempre estarán al pendiente de nosotros. Apuesto a que cualquiera de ellos vendría de inmediato si supiera que lo necesitamos.”
Continuamos apretando los atomizadores durante un buen rato, hasta que externé un asunto que me preocupaba desde hacía tiempo:
“Tío, ¿Usted cree que la Peque se acuerde de mi?”
“Panchito.”
Me dijo tomándome de los hombros.
“La Peque ha dejado de venir porque se acaba de casar, pero eso no quiere decir que se haya olvidado de usted. Ahora ella tiene obligaciones y compromisos que la detienen en su casa, pero no por eso debe usted pensar que ya no lo quiere.”
Se quedó pensativo.
“... Cuando se enamore la va a entender…”
Me abrazó ligeramente mirándome pensativo y después seguimos esparciendo el líquido sobre todos los árboles de la huerta.