Cuando mi primo Chucho terminó su carrera, el más feliz y orgulloso de todos era mi tío Tacho.
Su mayor satisfacción eran nuestros logros.
Inmediatamente le acondicionó un consultorio al lado del suyo.
“Mire, Chuchito.”
Le dijo.
“Este consultorio es para usted, pero no quiero que se sienta obligado a venirse a trabajar a San Miguel. Si usted desea quedarse en el pueblo, o irse a otro lugar, está bien; sólo quiero que tenga en cuenta que los aparatos y el mobiliario que están aquí son suyos y si quiere se los puede llevar... claro que en este caso usted pagaría la mudanza.”
Agregó rápidamente…
“Aquí contaría con casa y comida, pero le advierto que en cuanto usted comenzara a ganar dinero tendría que pagarme la renta del consultorio. No me conteste ahorita, piénselo todo el tiempo que necesite.”
Al día siguiente de que Chucho presentó su examen profesional para obtener el título de médico veterinario, se instaló en la casa y estrenó su consultorio.
Nerón y Celín, los perros de mi abuela, lo mismo que el Rorro, fueron sus primeros clientes.
Ese día mi tío había ido muy temprano al pueblo a traer a los perros de mi abuela.
Se quedó un buen rato afuera del consultorio de Chucho sujetando a los animales y batallando con ellos, platicándole a toda la gente que pasaba por ahí que había un nuevo veterinario en San Miguel y que era buenísimo.
Cuando Chucho terminó de revisar a los animales y le aseguró que estaban completamente sanos, mi tío le preguntó:
“¿Cuánto le debo?”
“¿Cómo cree que le vaya cobrar, tío?”
Dijo mi primo.
“¿Y por qué no?”
Gritó disgustado.
“¡Es su trabajo! A usted le costó mucho esfuerzo llegar a ser lo que es y no va a regalar sus servicios. ¿Cuánto le debo?”
“Son veinte pesos, tío.”
Respondió Chucho muy apenado.
“Muy bien, aquí están.”
Le tendió un billete.
Chucho lo acompañó a la puerta.
Antes de salir, mi tío se paró en seco y le dijo:
“¡Ah, se me olvidaba!, cuando termine su consulta vaya a pagarme el adelanto de la renta.