Sin Alejandra, mi vida se convirtió en un boceto de existencia.
Era como si mi vista no captara los colores, como si mis oídos se cerraran a las palabras, como si mi vida no me perteneciera.
Me sentía como un actor ambiental de una lenta película muda en blanco y negro que parecía no tener fin.
“Le compré unas cosas, Panchito. Están en su recámara.”
Me avisó mi tío un sábado que llegué a la casa.
“Te preparé los ravioles que te encantan, mi amor.”
La voz de mi tía me alcanzó en la puerta que da a la huerta.
Con mi indiferencia a cuestas, llegué al tanque y me senté en el borde.
Mi imagen se reflejó en el agua.
“¡Odioso!”
Me dije y volví a la casa.
La gran cantidad de paquetes que había en mi cuarto logró intrigarme.
¿Para qué era toda esa ropa acolchada, esa chamarra rompevientos, los zapatos de suela de goma y los patines con púas de acero, esa piqueta, ese gancho, tantas cuerdas y la mochila llena de alimentos enlatados, cantimploras, lentes oscuros, mapas, barómetro, brújula y bolsa para dormir?
Salí de mi recámara sintiendo una opresión en el pecho por cierta sospecha de que mi tío Tacho no estuviera en sus cabales.
Lo vi sentado en la fuente, leyendo tranquilamente.
“¿Para qué son esas cosas, tío?”
“Para usted.”
Me respondió sin levantar la vista del periódico.
“Ya lo sé.”
Mi voz sonaba impaciente.
“Pero ¿Para qué las quiero yo?”
“Para escalar.”
Me dijo.
“¿Cómo dice?”
Mi extrañeza aumentaba.
“Mire, Panchito.”
Se puso de pie.
“Usted necesita, a como dé lugar, salir del abismo en el que ha caído. Sé que no va a ser nada fácil, que le llevará bastante tiempo ponerse en forma y aprender a escalar la empinada montaña de la tristeza, pero, por lo menos, ya tiene su equipo; todo está en que se decida y comience a practicar.”
Volvió a sentarse, abrió el periódico y siguió leyendo.
Pensativo, me senté junto a él.
Sentí los rayos del sol calentándome y noté el aroma de las plantas.
Fue un reencuentro con la vida.
“Lo voy a lograr.”
Le dije.
Nos abrazamos y permanecimos así un largo rato.
Después nos dirigimos al comedor en donde estaban servidos los exquisitos ravioles rellenos de espinacas que, ante la sonrisa alegre y esperanzada de mi tía Chabela, empecé a devorar.