Nació el niño de Caty y todo marchaba bien hasta que un negro nubarrón vino a ensombrecer nuestras vidas.
“Necesito que venga de inmediato, Panchito.”
Por el teléfono la voz de mi tío Tacho se notaba desesperada.
“¿Qué ha pasado?”
Le pregunté asustado.
“Venga pronto; lo necesito.”
Me dijo y colgó.
Salí para acá de inmediato.
La preocupación me salía por los poros.
Llegué en la tarde.
Mi tía Chabela no salió a recibirme y eso me extrañó.
“Pásele, Panchito.”
Dijo mi tío mostrándose exageradamente nervioso.
“¿No está mi tía?”
La busqué con la mirada.
“Precisamente de ella quiero hablarle.”
Me dijo.
“Está muy grave.”
Su voz se quebró.
Sentí una opresión en el pecho.
“¿Qué es lo que tiene?”
Le pregunté sin aliento.
“Leucemia.”
Me respondió.
Yo me quedé sin habla.
No sabía qué decir.
“¿Ya le hicieron todas las pruebas?”
Fue todo lo que se me ocurrió.
“¡Jamás he dado un diagnóstico sin estar completamente seguro!”
Grító enojado.
“Aunque ahora quisiera estar equivocado.”
Agregó débilmente.
“Pero, ¿Desde cuándo está enferma?”
Le pregunté teniendo la seguridad de que una enfermedad así no se presenta de un día para otro sin que nadie se diera cuenta.
“Hace meses se empezó a sentir mal. Los tratamientos no dieron buen resultado. No le habíamos querido decir nada para no preocupado…”
“¡Algún remedio habrá!”
Grité fuera de mí.
“¡Usted puede pagar cualquier hospital por caro que sea!”
“¿Habla usted de dinero?”
Me preguntó tristemente.
“Lo que tiene Chabelita es mortal.”
Su voz sonó ronca, como si le saliera del fondo de su cuerpo.
“¿La vida, con qué dinero se compra, Panchito? Usted sabe que he logrado reunir un buen capitalito y podría pagar lo que fuera por la salud de Chabelita; pero eso ya no puede ser.”
Sus lágrimas salían sin control.
“La fatalidad ha tocado a nuestra puerta y ni un millón de cerrojos puede impedir su entrada.”
Sacó un sobre y me lo dio.
“Aquí tiene las instrucciones para después de nuestra muerte.”
Me dijo.
“Usted sabe que sin ella no resistiré mucho tiempo. Ábralo cuando nos hayamos ido los dos.”
Tomé el sobre y lo guardé tristemente.
“Quiero verla.”
Le dije.
“Que lo vea contento. Disimule.”
Me pidió.
Entramos a la recámara.
Parecía que todos los años del mundo habían caído sobre mi hermosa tía.
Ella abrió los brazos y los dos corrimos a abrazada.
“¡Cuídalo, hijito!”
Era todo lo que decía.