Después de la triste e interminable noche del velorio, trasladamos a mi tío al cementerio.
Para que la última voluntad de ambos fuera cumplida, el féretro donde descansaba mi tía Chabela se encontraba ya fuera de la fosa.
Un enigmático rayo de sol, en una mañana tan fría y nublada, lo hacía brillar extrañamente.
Cuando lo abrieron, el ambiente se inundó con un aroma de rosas.
La confusión se hizo presente y se acrecentó sin medida cuando vimos que las rosas que mi tío había colocado en las manos de mi hermosa tía habían conservado la frescura.
“Tenía la idea de que las rosas eran naturales…”
Murmuraban.
Desde luego eran naturales.
Lino y yo habíamos acompañado a mi tío a compradas.
Automáticamente, los dos nos volteamos a ver.
“Y mira la cara de Chabelita…”
Continuaban los murmullos.
Yo también me sorprendí al notar que la corrosiva muerte no había logrado dañada.
Dos robustos muchachos de la funeraria dijeron que para que mis tíos quedaran frente a frente había que ladear el cuerpo de ella.
El más joven sugirió sólo voltear la cabeza que seguramente ya se hallaba desprendida del resto del cuerpo.
Yo no estuve de acuerdo y me dispuse a realizar el movimiento.
Lo que sentí al tomada en mis brazos me hizo estremecer: estaba blanda y cálida, como si durmiera.
Su cuerpo se hallaba intacto y el aroma que despedía era el de aquel dulce perfume que en vida la caracterizó.
Un raro sentimiento me envolvió: una especie de ternura mezclada con rebeldía y coraje.
Mi cuerpo se estremeció y comencé a llorar sin control.
Mis primos se acercaron y de todos recibí abrazos consoladores.
Miré a mi tío, muy serio en su ataúd, recordé a mi papá y a Alejandra en idéntica postura y un grito desconsolado salió de mi garganta:
“¡¿Por qué?! ¿Por qué todos los que amo me abandonan?”
Mi mamá soltó la mano de su esposo y se acercó con los brazos extendidos, pero al llegar ante mí los bajó, sin atreverse a abrazarme.
“Panchito me dijo... comprendo tu dolor ahora que se han ido... pero si de algo te sirve, hijo, aquí estoy…”
Sus labios temblaban y lloraba con tristeza.
La abracé y ella llenó de besos mi cara.
La miré y, una vez más, la perfección de sus facciones me sorprendió.
“¡Qué hermosa eres, mamita!”
Le dije.
Permanecimos mirándonos, aislados de los demás, hasta que el dueño de la funeraria me preguntó en voz baja:
“¿Proseguimos?”
Asentí.
Los dos fornidos muchachos de la funeraria levantaron a mi tío como si no pesara nada y, en rápido movimiento, lo acomodaron junto a mi tía, frente a frente.
La seriedad abandonó la cara de mi tío Tacho y una sonrisa, casi imperceptible, apareció en sus labios.
Nadie más pareció notario.
Solamente las miradas de Lino y la mía se volvieron a cruzar.
Cuando me acerqué a despedirme de mis tíos, algo brillante, en el fondo de la caja, me llamó la atención.
Era la brújula.
Mi tío la había soltado.
“¡Hallaste el rumbo!”
Grité.
Todos se sorprendieron.
Chucho se acercó y me tomó del brazo.
“Tranquilízate, Pancho, necesitas descansar.”
Me dijo.
Yo, asentí en silencio y me guardé celosamente la brújula.
Hoy más que nunca iba a necesitar el equipo completo