Donde habla el silencio

1

Llovía.

De hecho, llovía a cántaros.

Las gotas golpeaban sonoramente los cristales de su ventana y, aquel tintineo constante, a ella le encantaba. No entendía por qué a la mayoría de la gente le resultaba algo tan molesto y desagradable. No iba a negar que la lluvia podía ser un poco sucia cuando, por ejemplo, se mezclaba con la tierra y creaba ese fango espeso. Pero también la nieve ensuciaba, mucho más, y aun así solía tener una acogida diferente: una buena acogida. Sin embargo, a su parecer, los copos de nieve no provocaban el mismo olor; ese olor húmedo y refrescante.

En días así su mayor diversión era ver cómo la gente correteaba de un lado a otro con bolsos o revistas a modo de paraguas, como si eso fuera a evitar que se mojasen. Le resultaba graciosa esa lucha sin sentido pues, precisamente, el agua era el mayor exponente de lo incontrolable. Ese elemento indomable e imposible de atrapar y controlar, que escapa por cualquier recoveco para hacerte descubrir, antes de darte cuenta, de que ya estás empapado de pies a cabeza. El agua es algo tan poderoso que crea y destruye, pero ante todo y sin lugar a dudas, toda existencia se sustenta en ella. Sin agua la humanidad perecería, el mundo se acabaría; eso era algo indiscutible y bien sabido por todos.

Entonces, ¿por qué la gente le daba tan mala fama? No entendía que no disfrutasen de ella, felices, cuando era su principal y verdadera fuente de vida.

Llegaron entonces recuerdos del pasado, uno que se le antojaba demasiado lejano. Echaba de menos cuando de pequeña corría con su hermana bajo la lluvia y ambas inventaban mil aventuras para sacarle el máximo partido. Con un simple chubasquero de gorro y sus preciosas botas de agua, salían al jardín trasero para saltar sobre los charcos una y otra vez.

Le encantaría poder volver a hacerlo, pero hoy en día Eva también le tenía manía a este cielo lluvioso y encapotado. ¡Qué remedio! Tendría que conformarse con ver caer los goterones desde el otro lado del cristal y, para colmo, con la ventana cerrada a cal y canto. Su madre le tenía terminantemente prohibido abrirla si no era para asomar la nariz a un sol radiante y calentito, cosa complicada en fechas invernales. Todo porque la última vez pilló un resfriado y las cosas terminaron por complicarse, convirtiendo algo que debiera ser llevadero y de un par de días de reposo en dos semanas de ingreso en el hospital.

Alejandra respiró hondo.

Entendía la preocupación de sus padres después de aquel susto. Le ocurrió por imprudente, por no hacer caso a los consejos… Y por ello no quería convertir en una pataleta aquella situación de clausura —según decía ella— en que se encontraba desde que volvió del hospital.

—Toc, toc.

La voz de Eva le sobresaltó. Dirigió la mirada hacia la puerta encajada por la que su hermana asomaba la cabeza.

—¿Se puede?

—Claro, pasa —accedió con alegría—. ¿Cómo es que estás aquí? Pensaba que ibas a casa de tu compañera por aquel trabajo de Arte.

—Bueno, nos reuniremos mañana o pasado —respondió Eva mientras se sentaba también junto a la ventana—. Me apetece pasar la tarde en casa.

Alejandra sonrió.

—Yo diría más bien que hoy no sales con tal de no mojarte.

—Qué malpensada eres, hermanita —le acusó con gracia—. Aunque confieso que un poco de razón sí que tienes.

—¿Ves? Te conozco mejor que mamá.

—Va a ser cierto eso de que entre gemelos no hay lugar para los secretos.

Las dos rieron.

—Y por lo que veo —continuó la recién llegada con una media sonrisa—, tú sigues sin despegarte de este sitio. Hoy no está el día como para admirarlo mucho —se levantó del mullido asiento y cogió el mando de la televisión, encendiéndola—. Papá ha comprado el paquete completo de series y películas, seguro que hay algo en la programación que te gusta.

—No me apetece ver la tele, prefiero mirar la lluvia.

—Pero, no hay nada interesante ahí fuera, solo gente yendo de un sitio a otro. Además de que el cristal está medio empañado y…

—Me gusta ver a esa gente —interrumpió Alejandra devolviendo la vista al otro lado de la ventana—. Tendrías que pararte a hacerlo algún día. Cada una de esas personas, sus expresiones y sus gestos, te cuentan una historia.

Eva captó cierto tinte lastimero en su voz y eso le preocupó. Apagó el televisor sin perder tiempo y se arrodilló frente a ella, mirándola a la cara.

—¿Estás bien, Ale?

—Muy bien —pero su hermana no parecía muy convencida—. De verdad que sí, Eva. Estoy bien.

La joven suspiró, sin terminar de creerlo, a pesar de la insistencia. Sabía que Alejandra era una amante de la naturaleza, siempre lo había sido. Pero su salud, ahora más que nunca, no le permitía poder disfrutar de aquella afición que había tenido durante toda su niñez.

Se sentía mal por no poder ayudarle a cumplir ese deseo de salir y entrar, era de lo poco que hasta ahora tuvo permitido. Pero desde hacía varios meses el médico había sido bastante explícito y tajante. Consideraba que, después de aquel resfriado veraniego que casi le cuesta la vida, debían tomar medidas más extremas. Sus defensas se habían debilitado y eso, añadido al frío y la humedad que estaba haciendo ese año, terminarían por mermar sus fuerzas. No podía abusar de sus capacidades, decía el doctor, y ese consejo sus padres decidieron cumplirlo a rajatabla.




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