Donde habla el silencio

2

Estaba agotada. Siempre terminaba agotada cuando se pasaba la mañana en el hospital y ese día no iba a ser distinto.

Les dijo a sus padres que no era necesario, que las náuseas y el desorden estomacal se debían a la merienda de la otra tarde con Eva. No se cuidó como debió hacerlo y había terminado sentándole mal. Pero ninguno la escuchó y no perdieron tiempo en pedir una cita con su médico para, como novedad, hacerle otro chequeo: el tercero en cuestión de dos meses. El doctor Ayloa siempre estaba dispuesto a hacerle un hueco, parecía que se tomaba su caso especialmente en serio. Ella se sentía muy agradecida, tanto a él como al resto del equipo, pero estaba muy cansada de todo el revuelo que causaba a su alrededor una simple fatiga.

<<El resultado estará para la semana que viene>>, había dicho el doctor. Lo que significaba que los próximos días estaría más controlada aún, y eso le sacaba de quicio.

—No cierres la puerta, Alejandra —le dijo su padre una vez llegaron a casa y se metió en su habitación.

Hizo caso, aunque con evidente molestia, y no la cerró. Pero sí la dejo encajada, casi a ras del faldón de madera.

—Te he dicho que la dejes abierta —dijo de nuevo el hombre, esta vez, apareciendo por la puerta.

—Me has dicho que no la cierre, y no lo está —respondió la chica con desagrado y antipatía—. ¿No lo ves?

—Pues ahora digo abierta. Así —la abrió de par en par y colocó un reloj macizo, que reposaba sobre la mesita del pasillo, a modo de tope—. Y no quiero ver que se mueve.

Alejandra se crispó de inmediato y resopló con clara intención de que su padre le oyera, mas él, si lo escuchó, hizo oídos sordos e ignoró el berrinche de su hija. La conversación terminaba ahí.

Como si no tuviera más distracciones en toda la habitación se tumbó en la cama de mala gana. Dio un par de vueltas y notó que se pinchaba con algo a la altura de la cadera. Arqueó la espalda y pasó el brazo por la colcha hasta que dio con algo plano y provisto de varias esquinas. Comprobó entonces que se trataba de la carcasa del último DVD que había visto el día anterior. Al ver la imagen que portaba aquella funda de plástico no pudo evitar pensar en el chico de la parada de bus y sonrió. Echó un ojo a su reloj y entendió que, por la hora que era, no faltaba mucho para que las clases terminara. Lo pensó un par de veces y, sintiéndose un poco ridícula, se dirigió a la ventana en busca del desconocido de la mochila; a lo mejor, con suerte, le vería.

Decir que no había apartado la vista de aquella parada por más de una hora no era una mentira y, sin embargo, no logró verle. A pesar de no entender el porqué, una parte de ella se sentía un poco decepcionada y se recriminaba por la tontería de pretender coincidir con él de nuevo. El simple hecho de pensar en eso le hacía, incluso, sentir cierta vergüenza de sí misma.

—Que tonta eres, Alex —se dijo—. ¿La enfermedad te afecta también al cerebro o qué te pasa?

El resto del día lo pasó bastante alicaída y, hacer comprender a sus padres que la razón no era que se encontrara mal, se le hizo verdaderamente complicado. No querían creerle y eso le molestaba, aquel día más que de costumbre. No iba a negar que estaba contrariada e irascible y que aquello no era culpa de nadie, pero había momentos en los que se sentía enjaulada y asfixiada; y ese empeño de sus padres por tenerla bajo control no hacía sino incrementar dicho malestar.

Sí, era indiscutible que ellos también sufrían su enfermedad, sin embargo, parecían incapaces de comprender que para ella suponía un gran esfuerzo no desmoronarse cada vez que atravesaba las puertas de un hospital. Se le hacía un mundo mostrarse despreocupada y positiva las veinticuatro horas el día, porque la realidad, la única e indiscutible realidad, era que tenía miedo; muchísimo miedo. Y este incrementaba sobremanera cuando volvía a ver una aguja pinchando su brazo. Obviando, además, la congoja de tener que esperar unos días hasta conocer el resultado de cada una de las pruebas a las que se sometía.

Quizá debía hablar con sus padres y explicarles cómo se sentía y lo que le suponía todo aquello. Pero pensar en hacerlo le hacía considerarse una egoísta, pues era más que consciente del sufrimiento y preocupación que ambos albergaban en su interior. No tenía más que mirar sus ojeras, enmascaradas tras una alegría forzada, para entender lo duro que les resultaba también a ellos.

Pensarlo le hizo enfadarse con todo y con todos. Aunque, sobre todo, se enfadó consigo misma. A veces se odiaba por el dolor que estaba causando a su alrededor ya que, por mucho que quisiera ocultar su estado, cada uno de los que vivían en esa casa era conocedor de la realidad que impregnaba aquellas paredes. No por nada estaba encerrada en una habitación que podría ser la envidia de cualquier persona de su edad. Bien era cierto que tenía de todo —muchísimo más de lo necesario—, pero cada cosa que encontraba le recordaba que estaba ahí solo porque ella también tenía que permanecer en aquel lugar: una cárcel de oro para un pájaro que ya nunca más podría volar.

Y vio entonces, dando un rodeo por el cuarto, una máquina blanca que desentonaba con toda la decoración. Se hallaba acoplada a su cama, apagada, silente… Aunque hacía muy poco tiempo se mantenía encendida, día y noche, y con ese pitido agudo que se le antojaba espeluznante.

Lloró, no pudo evitarlo.

No quería estar otra vez en esa situación, no quería sentir de nuevo cómo se le escapaba la vida y tener la sensación de ingravidez e inexistencia. No quería volver a escuchar el llanto de su familia, ahogado y oculto al otro lado de la puerta. No quería estar de nuevo enchufada a esa máquina blanca y ruidosa que tanta rabia e impotencia despertaba en ella.




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